martes, 2 de agosto de 2011

ELÉCTRICO AMARELO II (Una confesión)


Não vi ao tempo ao meu lado
nem por ele há-de-ser
que eu não passei apressado
como aquilo que eu vou ser.

Cristina Branco, “Eléctrico amarelo”

Tenía una sensación de mal augurio escondida en alguna parte, imposible de identificar con claridad, pero existente. Creo que tan sólo se desplazaba, estando unas veces en las costillas, otras sobre el vientre y otras (las más) en la región del pecho, en los pulmones o en el corazón, mezclándose con la respiración o con los latidos.
Me arrebujé en el forro polar y encendí un cigarro. Entorno a las murallas del Castelo de São Jorge, la quietud de la ciudad y el silencio provocado por la ausencia de turistas, a aquella hora desconsolada de la tarde, se sumaban a la desolación del desagradable tiempo que se anunciaba sobre Lisboa. El debilitamiento del anticiclón de las Azores traía lluvias o, cuando no, brumas desde el estuario del Tajo a la ciudad. La niebla hacía imposible distinguir nada en la lejanía de aquella magnífica vista que se observaba sobre el castillo, y nada era perceptible del puente 25 de Abril ni de la orilla opuesta del río, como si Almada y todo el Alentejo hubieran desaparecido sin perturbar nada la paz de los lisboetas.
Si realmente hubiera desaparecido aquella otra orilla, si no existieran Almada, Montijo, Setúbal – tal vez España – y flotara Portugal, sin su parte sur, como una isla atlántida, al modo que describía Saramago en “La balsa de piedra”, quizá ese mal fario podría desaparecer y me adaptaría a ser una figura anónima. Crecer desde las cenizas de ese anonimato, como había comentado a un amigo, en mis delirios depresivos, pensando que nadie me quedaba en Madrid. Sólo la distancia me hacía patente que, de ser cierta mi afirmación, prefería los anonimatos en los entornos conocidos.
El mal augurio, inconcreto al principio, se hacía real. Mis últimas crisis de nervios en España me habían llevado a pensar en un nuevo viaje a lo que consideraba, en cierto modo, mi retiro espiritual, lo que era una expresión extraña para un ateo. Había descubierto ciertas bondades en Portugal que afirmaban al país como lo contrario que encontraba en España; asociaba lo portugués como un lugar donde descansar, serenarme entre la quietud de sus gentes, su lengua, su gastronomía y su paisaje. Incluso podría escribir y recibir el nuevo año en Lisboa, a la una de la madrugada en el resto de la península, como una metáfora que reflejaba las prisas castellanas y la pausa lusitana.
Primer gran error: irme con el coche. Acostumbrado a recorrer la ciudad en tranvía, metro y autobús, había tenido la ventaja de recorrer con él la fachada atlántica del Alentejo: Sines, Alcácer, Grândola… y observar el bravo movimiento del océano en invierno, golpeando en los acantilados, un mar vivo y a la vez posible de dejar, pausado y quieto, en un cuadro de batalla naval. Pero regresar con él a una ciudad cuyas calles no me eran tan conocidas me causó más problemas de nervios. Y bastante tenía con los que traje en la maleta.
Pensaba todo esto mientras abandonaba el desierto Barrio del Castelo, donde las dependientas de las lojas de souvenirs de aburrían descaradamente. La humedad de las piedras irregulares del empedrado eran como las gotas de unas lágrimas extrañas y que, de seguro, el cielo no había derramado por mí. No las quería, de todos modos. Lisboa, pese a su lluvia y su frío desagradable de diciembre, seguía siendo la dama blanca, señorial y decadente que siempre había guardado en mis recuerdos. Con todo el agridulce sabor aquellas vacaciones que fueron más un pequeño exilio voluntario, preferí preservarla virgen de la suciedad de que me vi infectado cuando se produjera el desenlace amargo. Desenlace que, aun desconociendo cuál sería, reputaba doloroso.
En mi soledad (estaba acostumbrado a los viajes en solitario), aún más angustiosa quizá por mi voluntario exilio en vísperas de Navidad, me dediqué a gastar mucho dinero en variopintos regalos y productos típicos que tanto mi familia como yo consumimos en la cena de Nochebuena, no sin un evidente sentimiento de culpa por mi parte. El gasto no fue excesivo, entre otras cosas porque mi cuenta no daba para muchas alegrías, pero al ser escasa la cantidad de mis ahorros sí se notó aquel golpe en la cartilla, dejándola, si no sobre la lona, si en K.O. técnico. Sólo el capricho de fumar cigarrillos portugueses a mi vuelta me daba un vértigo similar al de fumar cualquier cigarrillo en ayunas.
Quizá, pensé en la parada del tranvía que llevaba a la Rúa Garrett, enfrentado al mirador de Santa Luzia, no eran esos gastos lo que más terror – aquel terror interno y difuso – me producía. Era otra cosa, una oscuridad, o mejor, una potente cortina, pesada y gris, como la que medio velaba el barrio de Graça, dejando apenas vistas las torres de su iglesia. Por entre esa cortina, daba igual si la real o la metafórica, sopesé con hondura la posibilidad de caer desarboladamente por la pared granítica que se extendía bajo el muro del mirador. No había testigos, no aparecía el tranvía por ninguna parte, las baldosas de la balaustrada estaban húmedas y cualquiera podría achacar el suicidio a una imprudencia, inconsciente y temeraria.
Esa era la concreción del augurio.
Pero, por cobardía o por necesidad de hacerlo – o hacerme notar – en el ambiente hogareño, pospuse mis planes hasta mi regreso a Madrid. Pensé morirme, matarme más bien, entre los míos, después de varios días de silencios huraños, envuelto en bata y zapatillas y fumando muchas veces sin ganas mientras recortaba artículos de periódicos que, más tarde, irían a servirme para escribir un ensayo.
El tranvía amarillo, recorriendo un trayecto que fue para mí más sentimental que turístico por la vieja Lisboa, daba tumbos, hacía sonar su campana y chirriaba por entre los raíles. Aquella música extraña era como una canción de despedida, mitad tango mitad fado. Cuando aquella vieja nave espacial, tan desvencijada como los platillos volantes de las antiguas películas de serie B, aterrizara con un viejo suspiro en el Chiado, sabría que mis días se iban a acabar muy pronto. Y que la ciudad, dueña y señora del Tajo, sólo sería la última visión del último sueño que tendría antes de exhalar el postrer aliento de vida.
Me había decidido también a ejecutar aquel acto extremo, y quizá como razón más importante, el haber tenido la ilusión de que una mujer me había abrazado y lo había hecho conmigo con pasión en aquella ciudad que tan amada había sido para mí. Pero fue una ilusión comprada con dinero y un enamoramiento empapado de alcohol nocturno. ¿Cómo si no explicar aquella estupidez de pensar que aquella muchacha rumana desayunaría conmigo en la pensión?
Quise, y creo que lo hice, portarme todo lo correcto que me fue posible. Era mi primera vez. Sé que las primeras veces no son como se sueñan. Y tuve que despertarme con los pedazos rotos de saber que no sería la princesa rescatada por el caballero andante en que creí, torpemente, ser, deshaciéndonos de la mafia que la explotaba o pensando que mis ahorros comprarían su libertad. Mi acto contribuyó a ahondar más en su explotación.
Quizá me empujara la irresponsabilidad o minúsculas partículas del dolor de no poder tener nunca a aquella otra chica, con nombre de fadista portuguesa, algo mayor que yo, a la que enamoré y me enamoró, y que finalmente no pudo estar conmigo ni pude, como quería, prepararle una luna de miel anticipada en Portugal. Quizá aún la esté echando de menos, y a nuestros besos a escondidas en el hospital.
Me sentí sucio.
Me quería morir, y lo intenté.
Más que cualquier dinero gastado, me dolía el haberlo hecho por primera vez usando la coacción y la impunidad que el dinero da para comprar un rato de sexo. Y sabía que no podía contar aquello a nadie. Sé que nadie de Madrid iba a entender las razones de por qué me quería matar, porque no podía contarles que había abusado del poder del dinero para satisfacer mis instintos. Lo guardé para mí y lo convertí, secretamente, en mi as en la manga particular para que siguieran acusándome de necio por querer matarme. Podían pensar lo que quisieran. Sentí que no estaba obligado a darles más explicaciones, fundamentalmente, porque no podía darles aquella gravosa explicación que tanto me dolía y que sentía inconfesable. Seguiría siendo un necio. Pero no modificaría mi decisión y encontraba, además, en aquella suciedad moral una justificación para actuar como lo hice.
En aquel momento, claro, no era una justificación sino el móvil para actuar, si usamos los términos de criminología.
Decidido, y no sé si predestinado a morir, recordé al despertarme de aquella pesadilla (pesadilla para mis padres, que se dieron un buen susto al reanimarme; la pesadilla en mi consideración fue precisamente seguir vivo tras su reanimación de la ingesta de pastillas de mi medicación y vino de Oporto) los versos de una canción portuguesa, referida a un tranvía como metáfora del destino, con sus raíles fijados en el suelo y su final ya escrito sobre el asfalto.
He aprendido a convivir con esa mancha lejana. Sufrí, por habérmelo buscado, al romper la regla de una integridad que yo mismo me había fijado y que no sé de qué modo, si es que acaso forma parte, puede contribuir a lo que llaman “educación sentimental”. Es posible que tal vez no haya tenido que despedirme para siempre de Lisboa, y que tenga que regresar para exorcizar aquel viejo fantasma. Para hacer descarrilar, de una vez por todas, un tranvía amarillo.