domingo, 11 de septiembre de 2011

VELHA CHICA


Mas quem vê agora o rosto daquela senhora, daquela senhora

só vê rugas do sofrimento, do sofrimento, do sofrimento.

E ela agora só diz

“Xé menino quando eu morrer quero ver Angola em paz,

Xe menino quando eu morrer quero ver Angola e o mundo em paz.”

Valdemar Bastos, “Velha Chica”

– Hubo un tiempo en que soñábamos con cambiar el mundo. Ahora pienso que no nos queda ni el consuelo de evitar que el mundo nos cambie.

La mujer fumaba despreocupadamente. Cualquier médico, o cualquier persona entrometida en la salud o los hábitos de los demás, reprobaría que a su edad siguiera envenenándose los pulmones. Evité hacerlo. No va conmigo vigilar las conductas ajenas, y por otra parte la familiaridad de nuestra conversación y la indiferencia, aparente o real, que mostraba por sí misma y por un mundo que decía entender cada vez con más dificultad impedía entablar una discusión sobre el vicio de fumar, mucho más banal que la que nos ocupaba.

Después de la guerra y de mi corresponsalía bajo las bombas, había regresado a aquel puerto balcánico tras varios años de ausencia. Aquella ciudad fue, en tiempos, una villa idílica y uno de mis destinos preferidos, pero después de haberla visto sometida al cerco de las ametralladoras o los morteros, y haber comprobado la crueldad humana, (venganzas revestidas de justicia) entre sus antiguas murallas, temí que no iba a ser capaz de volver a ella.

Tras la guerra, perdí hasta mi pulso para escribir novelas, quizá asqueado por la irresponsable cobardía de las potencias internacionales ante un mundo en descomposición y por la realidad que, cruel y cotidianamente, se imponía sobre el terreno de aquellos nuevos países que nacían entre las ruinas. Tal vez no fuera el hecho de aquella guerra en concreto, sino el conjunto de batallas nada heroicas que había presenciado a lo largo de mi vida en el periodismo. Ante una realidad nada inspiradora, ¿qué ficción puede escribirse?

Cuando he visto lo que han publicado en los medios o los libros que han publicado otros colegas de entonces, veo que quizá mi decisión no fue tan desacertada. No podía hacer cómplice de mis oscuridades a los lectores.

Mi mujer se pasó mucho tiempo diciéndome que tenía que volver. En algún momento, tal vez no hoy, tal vez no el año que viene, pero has de hacerlo, me decía. Y me convenció para que fuera solo, como les ocurre a ciertos animales que, recién salidos del huevo, ya comienzan a buscarse la vida por su propio pie. Debía ser yo quien rompiera el cascarón y observara, recorriendo los pasos de antiguamente, cómo habían cambiado la ciudad y la gente. Una ciudad y una gente especialmente simbólicas no sólo por haber marcado un antes y un después en mi vida como escritor, e incluso como periodista. De niño había descubierto la ciudad, pasando temporadas de vacaciones con mi familia, cuando el país aún formaba parte de la Yugoslavia liderada por Tito. Fue uno de los escenarios de mis relatos, hasta que la guerra agotó las posibilidades literarias que podía sacar de ella (al menos, las que quería sacar).

Aquella mujer era ya mayor, y no obstante no había perdido atisbos de dignidad con los años. Al principio había pensado en ella como una mujer más de la ciudad, quizá una de tantas viudas que la guerra había dejado en su camino. Pero una segunda mirada me hizo ver que era extranjera. Era curioso, porque aún no había empezado la época en la que los turistas acudían a disfrutar no sólo de los encantos monumentales sino también y especialmente a bañarse en las aguas del Adriático. De hecho, pensaba que era el único extranjero que había llegado a alojarse en los semivacíos hoteles. Me recordó las historias que circulaban sobre los años de entreguerras, cuando la ciudad se parecía, especialmente en verano, al Tánger internacional de los años veinte y treinta: príncipes europeos, banqueros de uno y otro lado del Atlántico, generales golpistas o leales alrededor de embajadores asimismo leales o golpistas, magnates, artistas bohemios, algunos revolucionarios y antifascistas locales camino de la guerra de España y, más tarde, refugiados del ELAS griego que habían escapado de las fuerzas inglesas por las montañas de Albania o Macedonia.

Un poco por casualidad, sin saber muy bien cómo empezar, entablamos conversación. Sentada a la orilla de la playa urbana, casi desierta. Se me antojó un poco, por un momento, como esas ballenas que guiadas por su instinto se dejan arrastrar por la corriente para terminar sus días en una playa, para sorpresa de los autóctonos y entre esfuerzos titánicos por evitar el desenlace en sus costas. Siempre he creído que aquella forma de morir tenía algo de dignidad, como una vuelta a casa. Tonterías que se me ocurren.

“En realidad es un poco así”, me contestó, sorprendiéndome. “Me he dado cuenta de que no tengo mucho tiempo de vida por delante y me gustaría pasar aquí el que me quede.”

No había nada de trágico en aquellas palabras. Estaba convencida de ese hecho, como si la atravesara algún tipo de confirmación dolorosa. Parecían constatar un hecho y la toma de una decisión. Si había sido feliz o se sentía especialmente atraída, enamorada por decirlo así, de un lugar concreto, era mejor acabar sus días en él antes que en cualquier otro sitio, a disgusto, incluso en el entorno conocido y ritual. Le comenté, bromeando, la mala calidad de los hospitales del país aun cuando se hubieran recuperado de los estragos bélicos. Decidió obviarlo: ¿para qué preocuparse de sábanas de satén o agujeros de bala no reparados llegado el caso?

Dejamos de lado el tema y nos sentamos en una terraza del paseo marítimo, en los bajos de un edificio de construcción veneciana cuya decadencia tras los años de la guerra era patente en las tablas de madera que cubrían, todavía hoy, alguna que otra ventana. Pasó a contarme su historia.

Comenzó comentando que no podía definirse como de un lugar determinado. Sus padres pertenecían a nacionalidades distintas, el padre era funcionario diplomático, y ella había nacido en un país distinto al de su nacionalidad y pasaporte. Además, desde su infancia había estado viajando y cambiando casi constantemente de lugar de residencia, lo que le ayudó a considerarse como hoy se dice “ciudadana del mundo”. “Aunque a mí”, comentó, “me parece un poco devaluada y cínica la expresión. Me gusta definirme como ciudadana con pasaporte Nantzen, el pasaporte de los que tenían el estatuto de apátrida. A fin de cuentas, ¿cuál es la mía?”

Le comenté que aquel pasaporte lo poseían especialmente aquellos que estaban perseguidos por razones políticas, por lo que añadió que muchos de sus tumbos por el mundo estaban relacionados con cuestiones políticas, aunque en realidad no había estado perseguida por ese motivo por un determinado gobierno.

– Mí política se define mediante un punto en particular: que los seres humanos puedan vivir con dignidad. Esto, que parece obvio, tiene un desarrollo complicado.

Por cuestiones distintas, los dos habríamos podido coincidir en la misma época si yo hubiera nacido antes y hubiera desarrollado mi profesión en los años en que ella era una joven trotamundos.

– Una de las pocas conexiones que encuentro entre la época actual y la de mi juventud es que también hoy veo muchachos y muchachas que llenan una mochila y, con ese equipaje tan poco numeroso, que a personas como usted o como yo nos parecería escaso, se van de viaje. Quizá vayan a descubrir cosas a las que iba a buscar yo por entonces, o simplemente a disfrutar en sus días de descanso. En cualquier caso, es una forma de viajar que se está perdiendo: hablar, buscar a personas, más que fotografiar lugares y dejar constancia de que se ha estado en el país equis o la ciudad y. El mundo se hace global, cierto, pero tengo la impresión de que la mayor parte de los viajes se hace en torno a los mismos sitios. Más que obedecer a los gustos propios, o al impulso del corazón, parecen decisiones impuestas.

Coincidía con ella en cierto modo, a pesar de la diferencia de edad. Sabía que seguían estando los funcionarios de aduanas corruptos, los peligros de un navajazo en los barrios turbios de cualquier ciudad desconocida o la maldición de Moctezuma en México por culpa de los excesos gastronómicos. Pero, aunque las distancias parecían haberse acortado gracias a medios de transporte más rápidos y seguros y la facilidad de llegar a destinos antes sólo imaginables en las novelas de Emilio Salgari o Daniel Defoe, hasta los destinos exóticos se buscaba la asepsia de lo conocido: hoteles estandarizados de desayuno continental, restaurantes franquiciados, franquicias también de moda internacional…

– No hay rincón del mundo – añadió – donde llegar con un auto, por muy desvencijado que esté, y en el que los chiquillos, igual o más pobres que hace treinta o cuarenta años, salgan al camino para ver quién es el que llega, saludarlo o verlo con curiosidad. Deben estar tan acostumbrados a las putadas del hombre blanco que lo raro es que, entre su desconfianza y lejos de la vieja hospitalidad, no acaben hundiendo flechas en la carrocería.

– Habla con un tono muy pesimista, ¿no cree que exagera? – observé.

– Ojalá fuera exagerar, o que fuera sólo cosa de mi edad y de mi incapacidad para entender las cosas de hoy. Pero creo que va a ser eso lo que me acabará matando: mi pesimismo. Mientras he mantenido el optimismo, he conservado el rostro firme y el alma serena. Debió verme de joven. O mejor, le voy a enseñar una foto.

Extrajo de su cartera una fotografía antigua, en blanco y negro. Reconocí París, en el mayo de 1.968. El Barrio Latino lleno de una multitud de jóvenes, posiblemente estudiantes de la cercana Sorbona, rodeando a una muchacha de pelo moreno, gafas de montura redonda, abrigo afgano y pantalones de pata de elefante. Sonreía de modo coqueto a la cámara, de un modo luminoso, como ahora hizo al recordar el modo en que se hizo la fotografía:

– Marchábamos directos a una columna de gendarmes equipados con elementos antidisturbios. Justo después de que el amigo que me tomó la foto la hiciera, los policías comenzaron a cargar. No sé cómo salimos enteros y con la cámara intacta.

– ¿Qué hacía por entonces en París?

– Preparaba mi tesis doctoral: “Literatura y acción política en la Europa de entreguerras: las obras de los brigadistas internacionales.”

– ¡Caramba!

– Por entonces, tras licenciarme en Literatura en la propia Sorbona, había comenzado a trabajar en la editorial Gallimard y a colaborar con las publicaciones de exiliados portugueses, españoles, griegos que estaban en París. Así que pensé en hacer la tesis sobre ese tema. Hubo muchos intelectuales, no sólo antifascistas extranjeros respecto de la guerra de España (los Hemingway, Malraux, Orwell, Koestler, Neruda, Pablo de la Torriente, los católicos franceses Mounier, Bernanos y Maritain), sino personas amenazadas por los totalitarismos de entreguerras cuyas opiniones fueron silenciadas, tuvieron que exiliarse o mantuvieron escondidas sus opiniones. Thomas Mann, Sigmund Freud, Gramsci, Irène Némirovsky y hasta Pessoa respecto del salazarismo.

– Se ve que le interesa el tema.

– Por supuesto. Hay muchos autores con cuyas opiniones no estoy de acuerdo, gente que incluso considero nos ha metido en estos líos de ahora con sus teorías sobre la bondad del neoliberalismo. Pero eso no implica que vaya a montar una hoguera gigantesca con sus obras, como los nazis hacían en Nuremberg.

Pasó a contar sus experiencias parisinas. Mayo del 68 y la primavera checa significaron un punto de inflexión, aunque no trajeron la revolución europea y quedaron luego enterrados bajo el peso de quienes presumían ante sus hijos de haber estado allí y les instaban a seguir su ejemplo, sin darlo en el presente ni en el pasado reciente. El aplastamiento de la revuelta húngara del 56, violento y feroz, significó que los soviéticos no se arriesgarían a repetir el mismo error en Praga cuando se anunció allí el “socialismo de rostro humano” y las medidas liberalizadoras que suscitaron el entusiasmo de la gente. Pero las esperanzas de que los rusos no intervinieran fueron demasiado optimistas. Quedó sin embargo el espíritu de oponerse: los checos se subieron a los tanques, los lemas franceses (“Prohibido prohibir”, “Bajo los adoquines está la playa”, “Seamos realistas: pidamos lo imposible”). Fue buena la organización de comunas que se implantó en una Francia hasta entonces pacata; fue malo que los alemanes del Oeste organizaran la Fracción del Ejército Rojo.

– No se había perdido del todo el espíritu salvaje de liarse a adoquinazos con la policía. De todos modos, hubo cosas hermosas: lemas, comunas, panfletos, manifestaciones y proclamas por la descolonización, contra la guerra de Vietnam, contra Franco, contra Salazar… Sucedían cosas, y queríamos estar presentes, empujando a favor o en contra.

– Como en “L’Estaca”.

– ¿Perdón?

– Digo que como en “L’Estaca”, la canción de Lluís Llach, el cantautor catalán, ¿la conoce?: “si estirem tots, ella caura, que molt de temps no pot durar…”

La conocía. Aquella época, en París o en cualquier lugar con pulso libertario, dedicaba mucho tiempo a las canciones de autor: Moustaki, Brassens, José Afonso, Luís Cilia, Chico Buarque, Caetano Veloso, Silvio Rodríguez, Franco Batiatto, Serrat, José Antonio Labordeta, Víctor Jara…

Con Víctor Jara, saltamos a Chile. Para eso nos desplazamos a otro punto de la ciudad. Caminamos por la parte monumental, la ciudad baja y apegada al mar. Sus restos venecianos, arreglados inmediatamente tras la guerra, tenían ahora una imagen muy distinta a la que recordaba de las noches de bombardeos y fuegos cruzados entre nacionalistas y fuerzas federales, antisecesionistas. Recuerdo el olor de los restos carbonizados tras una noche de bombardeos de la aviación y la marina federales: daban ganas de vomitar. No era el puro olor de edificios caídos y cuyos escombros habían ardido largo rato. Debajo había personas que no habían podido acudir al refugio y se habían calcinado. A veces vivas.

– Usted ha visto horror aquí, por supuesto, el horror más desagradable que puede sacudir una nación: una guerra civil. Pero a mí el horror me ha tocado de cerca. No se trataba de personas que no había tratado o sólo de un modo superficial. Amigos, casi hermanos, estudiantes latinoamericanos de la Sorbona que se adhirieron a la izquierda y vivieron con entusiasmo el ascenso al poder del doctor Salvador Allende. Muertos, torturados, golpeados y vejados en su propio cuerpo o en el de sus parejas, contemplando impotentes y hastiados de miedo como su sueño se rompía en pedazos. El palacio presidencial de La Moneda bombardeado. El presidente de la República dirigiéndose al país a través a través de una emisora a punto de callar, como si fuera una voz clandestina, una radio pirata. ¡Chile era la democracia modelo de América del Sur! Algo semejante a que los militares se hubieran sublevado en el Reino Unido.

– Me hago a la idea.

– No, mi joven amigo – decía negando con la cabeza –. Admiro que trate de entenderme, incluso que se haga cargo del dolor que me invade cuando le hablo de un país donde tenía tantos amigos. Pertenezco a una generación que escuchó el relato de la muerte de Patrice Lumumba, un presidente del Congo al que el gobierno belga y el francés no dejaron actuar porque era un peligro para sus intereses, promoviendo la independencia de la zona minera de Katanga para derribarle del poder. Con Allende pasó algo similar, con la diferencia de que estuve en Chile y viví aquellos acontecimientos. Había llevado su mensaje por el país, en tren, escuchando, proponiendo. Un burgués como él podía haber hecho carrera en los radicales, los democristianos o los liberales, pero escogió el socialismo y la Unidad Popular, desplegando el entusiasmo y la hostilidad al mismo tiempo. Quería que la riqueza y la justicia llegaran a quienes no tenían nada. Y ahora, ¿qué ha sido de su país? Las diferencias sociales han aumentado gracias a Pinochet, cuyo milagro económico neoliberal es una fachada que esconde el horror de su reinado y aquellas injusticias.

– Seguramente ahora se esté riendo, donde quiera que esté, de lo que está pasando con el juez que quiso procesarle por crímenes contra la Humanidad.

– ¿Garzón, el español?

Asentí. Callamos, recordando esas ilusiones perdidas transmitidas por las últimas palabras del presidente Allende en Radio Magallanes, las novelas de Antonio Skármeta o la sobrina de aquel, Isabel Allende, o el filme documental “La batalla de Chile”, una batalla donde las armas que opusieron los incondicionales de la Unidad Popular fueron la confianza inquebrantable frente a las estrecheces y los boicots patronales, antes de aquel once de septiembre, pronto olvidado por la urgencia de otro igual de apocalíptico.

Con ese regusto en el paladar, amargo y concentrado como un café turco, la ciudad contribuía a movernos por el pasado. Su quietud y conservación renacentista, como si en su decadencia elegante hubiera quedado detenido el tiempo, facilitaba movernos entre los terrenos pantanosos de una memoria a veces frágil, y otras, poderosamente próxima.

Al año siguiente, mil novecientos setenta y cuatro, pasados algo más de siete meses, la triste primavera austral trocó papeles en la feliz primavera en un lugar inesperado del hemisferio septentrional. Portugal era tenido, sabiamente mantenido así por parte de su gobierno despótico, como un país donde no ocurría nada interesante desde los tiempos en que la Virgen de Fátima se apareció a los tres pastorcillos a principios de siglo. Allí se renovó la esperanza. Un terremoto se llevó por delante, en la Lisboa que sufrió el gravísimo sismo de 1.755, lo que sobraba y estorbaba en el país: la dictadura salazarista.

– La verdad es que no esperábamos nada de Portugal. En realidad, yo no esperaba nada del año setenta y cuatro. Seguía bajo el choque de lo que había pasado en septiembre en Santiago. El trasiego de refugiados chilenos a Europa, entre los que se contaban algunos amigos que no volverían, ocupaba buena parte de las noticias que nos intercambiábamos los viejos miembros de la comuna parisina. Por entonces, había obtenido una plaza de profesora en la universidad de Roma, y trataba de olvidar aquel descalabro. Cuando ocurrió la entrada de los rusos en Praga, yo era bastante joven y estaba metida de lleno en los acontecimientos de Francia. Fue después cuando nos dimos cuenta de las semejanzas con el caso de chile y lo que hubiera supuesto para todo el Este que los soviéticos hubieran dejado en paz a los checos. Pero, ahora me doy cuenta, aquello era mucho suponer…

– En cierto modo – comenté – fue lo que el Oeste no dejó hacer a Portugal cuando tuvo lugar el 25 de Abril.

– Sí, es cierto. Tampoco a Chile, si se fija. Chile era parte del patio trasero de los Estados Unidos y Allende, al contrario que Castro en Cuba, no se declaró prosoviético y estaba convencido de alcanzar el socialismo por vías legales. Quizá por eso les asustó más. La solución: quitárselo de en medio presentándolo como un marxista, segando por mucho tiempo cualquier anhelo de experiencia socialista, fuera democrática o revolucionaria, en el país. ¿Sabe que incluso hay gente de la UP que opina que Allende no desarrolló un programa revolucionario? Si pensamos que, según esta tesis, su programa era reformista, el nivel del crimen es aún mayor.

– No lo dudo. Pero pasemos a Portugal – cambié de tema – ¿cómo recibió la noticia?

– ¡Oh, por favor, me estaba alejando de nuestro tema, perdóneme! – se disculpó –. Le va a parecer que soy una mentirosa, pero yo estaba en Lisboa desde el día 23 de abril. ¿Se fía de mí?

Me sorprendió la pregunta.

– ¿Por qué no? Es decir, podría fiarme de usted igual que podría no hacerlo. No tengo motivos mayores para no creerla que para creerla.

Sonrió.

– Bueno. El caso fue que, de los tiempos en que mi padre era funcionario diplomático, entabló amistad con un antiguo conspirador republicano, descendiente de aquellos “carbonarios” que en 1.910 derribaron a Manuel II, el último rey de Portugal. Mi padre se las apañaba muy bien para que, al tiempo de mantener una sólida reputación con los gobiernos ante los que estaba acreditada la legación, trabara amistades con los revolucionarios y opositores a los regímenes políticos de esos mismos países, regímenes manchados más de una vez de dinero o de sangre ajena. Este hombre vivía en Oeiras, una pequeña población cercana a Lisboa, ajeno a la política portuguesa, si tal cosa existía más allá de la camarilla de Caetano y la “brigada del reumatismo”. Se puso en contacto conmigo para comunicarme que se estaba muriendo y recordándome los tiempos de mi niñez en Lisboa, el cariño que me tomó – lo cual era cierto – durante la estancia de mi familia allí y que tenía que ir con urgencia. No supe que quería de mí, pero la noticia de su pronto fallecimiento y los encantos de Lisboa, aun con aquel régimen de orates, me acabaron convenciendo.

– Y se topó con la revolución.

– Pero hay algo antes: al llegar a Lisboa y a su casa, me recibió su hija Isabel, con quien jugaba de pequeña y a quien no había visto desde hacía muchos años, y que me puso al corriente de todo. Don Martinho, que así se llamaba su padre, estaba muy inquieto desde hacía unos días. Cuando estuvimos las dos con él, nos dijo que poco antes de caer enfermo había estado paseando por los jardines de Ultramar, frente al monasterio de los Jerónimos, en Lisboa. Allí había visto a un mayor del ejército, veterano de la guerra en las colonias, llamado Otelo Saraiva de Carvalho, repartiendo ejemplares de un periódico afín al régimen con aspecto de conspirador a otros tipos con el mismo aspecto de militares que el propio Otelo.

Reí. Conocía aquella historia. Saraiva de Carvalho fue el jefe del COPCON (Comando de Operaciones en el Continente) y quien, desde el puesto de mando del cuartel de Potinha, al lado del estadio de fútbol del Benfica, junto con otros miembros del MFA, coordinaba las acciones que los revolucionarios desarrollaron en la capital portuguesa. Lector de la obra del independentista guineano Amílcar Cabral y consciente de lo inútil e injusto de continuar la guerra colonial y la opresión de la dictadura, Otelo había comprado numerosos ejemplares del diario “Época” e introducido en ellos el plan de operaciones, repartiéndolo entre los conjurados. Era lo que había presenciado aquel amigo de mi acompañante.

– Así es. El caso es que, en ese momento, no sabíamos a dónde quería ir a parar. Le preguntamos que cómo sabía quién era ese militar. “¡Lo reconocería entre mil!”, exclamó. “Siendo cadete, Otelo de Carvalho entró en un brindis con el que un grupo de republicanos celebrábamos el 5 de octubre, el aniversario del derrocamiento del rey”. “¿Y?”, le preguntamos, casi a dúo, Isabel y yo. “¡Está muy claro!”, bramó, para añadir en voz más baja: “Va a haber un golpe de estado, como en la intentona fallida de marzo en Vilafranca. Pero esta vez va a ser de veras. Glorioso. Va a salir adelante. Este gobierno podrido de fascistas y generales con reuma se va a ir al carajo. Si está ese muchacho, ¡saldrá adelante!”. Parecía tan entusiasmado como cuando, en su juventud, se proclamó la República en España, se tomó la fragata portuguesa, se presentó el general Delgado a las elecciones. ¡Un poco más y se va él a un cuartel para alistarse! – Rió, pero al momento se puso seria –. De inmediato, se revolvió en el sillón y se puso a toser, cada vez más fuerte y descontrolado.

– ¿Qué pasó entonces?

– Casi al borde del ahogo, dijo “¡Tenéis que estar allí para verlo! ¡Id a Lisboa, no os lo podéis perder!” Y se murió.

– No me lo puedo creer.

– ¡Se murió! Por un lado, en ese momento tenía una terrible tristeza por verlo allí, así, con su hija descompuesta por el dolor y sin poder moverse por la impresión. Pero, por otra, tenía una rabia enorme: ¿era eso lo que tenía que comunicarme? ¿Para eso había viajado a Lisboa? ¿Para escuchar el vaticinio sobre una revolución que a saber si se produciría? – y añadió, sin poder evitar la carcajada - ¡Juré que, si no se hubiera muerto, le hubiera echado una bronca enorme por haberme hecho venir desde Roma para nada!

La acompañé en su risa. A don Martinho lo enterraron en Prazéres, el conocido cementerio lisboeta, en la mañana del día 24. Ella fue a sacar el billete de regreso en la tarde del día 24 para el día 25, un vuelo que, sin embargo, no llegó a tomar porque durante la revolución no salió ningún avión. Y, a la noche, tras aquel ajetreado día, Isabel y ella exorcizaron el fantasma de don Martinho a base de anécdotas, vino verde y música de la radio.

– Isabel tenía interés en que escucháramos el programa “Límite” de Rádio Renascença. La emisora, propiedad de la iglesia portuguesa, había cambiado desde aquellos tiempos en que emitía las barbaridades que el general Queipo de Llano lanzaba desde Sevilla para aterrorizar a los republicanos españoles. ¡No imaginamos cuanto! Comenzó a escucharse, nada más empezar el programa, “Grândola Vila Morena”, de José Afonso. “Zeca” Afonso no era un cantautor al que se le diera mucho cuartel en las ondas lusas, y menos a una canción como “Grândola”, que había sido censurada por el gobierno. A Isabel se le saltaron las lágrimas. Por eso, empezamos a pensar que don Martinho tenía razón.

– No sé si me está colando una mentira, pero me gusta su historia. Continúe.

– ¿No cree en mi palabra? Mire que le estoy hablando en serio. Después le daré algo que corroborará lo que le he dicho hasta ahora. ¿Sabe la costumbre de los portugueses de sacar las colchas al balcón cuando es día de fiesta? ¡No puede imaginarse cuántas colchas vimos cuando nos asomamos a la ventana, tras la noche de sueño inquieto que tuvimos! Colchas, banderas, radios a todo trapo. El MFA había difundido el comunicado que aclaraba su objetivo de acabar con la dictadura. Isabel y yo nos abrazamos, lloramos, ¡qué sé yo! Centenares de personas iban en todos los medios de transporte imaginados desde Cascais, Estoril, Oeiras en dirección a Lisboa. Por supuesto, nos unimos a ellas.

Así, evocó los gritos en portugués, las pancartas improvisadas, las calles de la Baixa repletas, los abrazos a los soldados, los bocadillos, los cigarrillos y los claveles repartidos a aquellos muchachos por la gente entusiasmada. Los españoles, al otro lado de la frontera, contemplaban con los ojos como platos y un regusto amargo en el alma cómo los portugueses habían mandado a Caetano y a Thomas, la dupla dictatorial que había relevado al tirano de Salazar a la muerte de éste, a un retiro, puede que dorado, pero bien lejos de ellos. Al año siguiente, el asesinato sin garantías de cinco acusados de pertenecer a ETA y el FRAP, acabó con la invasión de la embajada española en Lisboa al asalto y el, apenas un poco antes, inimaginable grito de “¡Espanhois fascistas!”

– Pero ahora Portugal no puede sentir mucho orgullo de sí mismo – lamenté, recordando el rescate financiero y las protestas contra el FMI.

– Ningún país puede – respondió ella –. En otro tiempo, en esos años que he referido, tenía la impresión de que el mundo parecía moverse. Sucedían cosas. Es verdad que había dos superpotencias y que los dos bloques trataban de mantener o aumentar incluso su hegemonía, intentando aplastar a la disidencia con métodos más o menos suaves. Pero muchos creímos que se podía cambiar con esa división, con esa forma de ser: Mayo del 68, Checoslovaquia, Chile, Portugal, Nicaragua, las luchas por la independencia… claro que no todo acabó como se esperaba e incluso en otras partes fue peor, como en Argentina o en Uruguay. Pero ahora no podemos incluso ni fiarnos de la democracia. Tanto que, cuando ocurre una revuelta en algún país del Tercer Mundo, pensamos “¿Qué más les da tener democracia? Seguirán igual de mal, dominados por las multinacionales o los americanos.”

– Y por eso no se siente ya viva. Por eso ha decidido dejarse morir. Aquí.

Asintió tres veces. Tres veces me afirmó antes de que durmiera el gallo. Nos sentamos en silencio, con las últimas luces de la tarde, en un banco de la alameda que se abría al tráfico rodado y separaba la ciudad vieja de la moderna, bordeando la antigua villa veneciana. Haber llegado hasta allí era en cierto sentido alegórico, en el límite entre el viejo y el nuevo mundo, entre los recuerdos de una época de revoluciones políticas y personales y la monotonía de la actualidad, entre el pánico de los países a las agencias de la calificación o al ente invisible de los mercados sobre nuestras cabezas. El susto de cada estallido de una burbuja en la cara del más débil.

– ¿Recuerda, joven, la frase de Bertolt Brecht, esa de “primero fueron a por los comunistas, pero como yo no lo era no me preocupé”, etc.? Creo que no nos damos cuenta de que nuestro turno esta cada vez más próximo. Así, cuando nos toca, o estamos resignados o desarmados. ¿Usted cree que con esas expectativas una vieja como yo tiene alguna esperanza de entender algo, cuando he visto a tantos morir por causas que consideraban justas, celebrar, manifestar su entusiasmo o su solidaridad con los pueblos o las personas oprimidas? No, lo siento, pero no puedo seguir avanzando más.

– Por favor, no diga eso – traté de animarla, débilmente.

– Es cierto. Si me quedaran fuerzas. Pero con las pocas que me quedan, a lo más que llego es aquí y a la playa. Si alguien pudiera darme fuerzas nuevas a base de… usted me entiende, ¿no?

¿Qué podía decir? La revuelta, revolución o triunfo de alguien con el mismo carisma de Allende, Lumumba o Dubcek estaban muy lejanos. “Pero usted es joven, no se deje arrastrar por la desesperanza de alguien como yo, que no está destinada a durar.”, trataba de animarme ella.

Quizá llegara un momento en que, al igual que la señora, tuviera un rapto de dignidad o de heroísmo y decidiera irme a morir lejos de todo, a una playa querida, cuando declarase al mundo inútil antes de que él me declarase a mí como tal y sólo me quedase soñar con viejos momentos que nadie podrá quitarme y que tal vez nadie entenderá jamás cómo y porqué se produjeron y por qué estuve allí. Por eso, me limité a asentir y decirle que la entendía. Posiblemente no fue lo correcto y debí decirle que no podía rendirse, que aún le quedaba la esperanza, que toda revolución es interior, pero ¿resultaría efectivo o le estaba diciendo tan sólo palabras ya muy manoseadas? Hablaba con una persona mayor que yo, que había recorrido el mundo y con la que me mostraba de acuerdo. A mi favor no tenía ninguna prueba sobre la que asentar tal argumento. ¿Dónde había quedado la esperanza? ¿Estaba todo el mundo dormido?

Recordé una canción de Valdemar Bastos, un cantautor angoleño, “Velha Chica”. Narraba la historia de una anciana incapaz de explicar, o sin deseos de hacerlo, a los muchachos jóvenes la razón de la pobreza y el sufrimiento de su país, repitiendo siempre que ella, pequeño, no habla de política. “Quien ve ahora el rostro de aquella señora sólo ve arrugas de sufrimiento.”

La acompañé a su hotel. Parecíamos una pequeña e íntima ceremonia fúnebre. No me cabía duda de que, entre nuestro silencio compartido, la señora parecía decidida a ser una ballena destinada a morir en la arena de aquella playa adriática, como otras de la especie. Caminaba encogida respecto a momentos antes.

¿Había posibilidad de abandonar esa vía muerta en la que al parecer nos encontrábamos?

Al llegar, me dijo que la esperara en el hall. Al cabo de un rato, bajó y me hizo entrega de un voluminoso álbum de fotografías. “Son los recuerdos de aquella época. Guárdelos. A mí ya no me van a servir.”

Se encaminó hacia la playa, instándome a no seguirla, entre la oscuridad del anochecer. Dos lágrimas furtivas se me escurrieron por las mejillas. A la mañana, e inútilmente, como los dispositivos de salvamento hacían con los cetáceos varados, los sanitarios tratarían de reanimar su cuerpo inerte en un frío hospital. En su caso como en el de las ballenas, sería más bello que las personas de la ciudad se reunieran alrededor suyo, acompañándola con veneración en sus últimas horas. Son momentos difíciles y terribles, en que se unen dos voluntades tozudas: la de salvar una vida y la esa vida por alcanzar pronto el fin.

A la mañana siguiente, sin apenas haber conseguido pegar ojo, hice el equipaje, cancelé la cuenta del hotel y tomé el primer vuelo de regreso. Contra lo que cabía esperar, los periódicos locales no informaban del fallecimiento de la mujer ni de cadáver alguno encontrado en la playa. Pregunté en el bar donde la tarde anterior habíamos estado tomando café. No, allí no sabían nada de ningún cadáver ni tampoco habían visto a la anciana. ¿Se la había tragado la tierra? ¿Me había tomado el pelo? No, en el hotel no la habían vuelto a ver. Todo era muy extraño. Tenía el álbum. Y comprobé que estaba repleto de fotos, recortes de periódico, cartas manuscritas. En los lugares de los que hablamos, había estado. Me había contado la verdad.

No quise darle más vueltas. Durante el vuelo, me sumergí en un sueño reparador y extraño a un tiempo. Saltaba de país en país de forma inconexa. Cantaba la Internacional con una multitud en París, entraba en Managua con los sandinistas, me abrazaba con multitud de lisboetas en el primer Primero de Mayo libre en Portugal, subía con multitud de santiaguinos coreando “¡Allende, Allende, el pueblo te defiende!”. Canciones de Raimon en París, de Zeca Afonso en Madrid justo antes de que entrara la Policía Armada en el local del concierto, o de Georges Mosutaki en Atenas… Y, de repente, un silencio roto por el rumor de las olas.

Era el reflejo distorsionado por mi mente de aquellas fotografías, recortes e historias contadas en idiomas múltiples de las cartas y los artículos. Época de sueño para unos y dormir intranquilo para los líderes del primer mundo. Después, arrugas de sufrimiento.

Ya en casa, observé el álbum con mi mujer y ella cayó en la cuenta de un detalle en el que no había caído.

Ella estaba igual año tras año. No había envejecido.

La primera foto era de 1.968. La última, junto a una guerrillera del FSLN en Nicaragua, de 1.979. El aspecto de la señora, entonces joven, no había cambiado en absoluto pese a haber transcurrido once años entre una foto y otra. Repasamos todos los años y los acontecimientos. El mayo francés; la victoria de Allende en el setenta; con el líder guineano Amílcar Cabral en el setenta y dos; en Lisboa en el setenta y cuatro; protesta en Roma contra las ejecuciones franquistas de septiembre del setenta y cinco; con el Polisario en Argelia en el setenta y seis; finalmente, en Managua en el setenta y nueve, al final de la década.

La misma expresión. La misma mirada luminosa. Ningún signo de haberse hecho mayor. ¿Cómo podía ser? Y, ¿cómo podía ser que hubiera sumado de golpe todos los años en tres décadas? Me invadió el pánico. Aquello no tenía ningún sentido. Recordé que me dijo “mientras he mantenido el optimismo, he conservado el rostro firme y el alma serena”. Fue antes de enseñarme la foto del sesenta y ocho, la que guardaba en la cartera.

¿Brujería, magia, efecto óptico, alucinaciones? Cerré el álbum e golpe, decidido a no abrirlo jamás, a prenderle fuego, a sumergirlo en el mar. Todo antes de volverme loco.

Pensé, sin embargo, que quizá el recepcionista a quien pregunté en su hotel no la vio abandonar la habitación, haciéndolo de noche o muy temprano en la mañana. Quizá intuía algo que iba a suceder. ¿Renacía una esperanza? Independientemente de ese milagro, suceso inexplicable, de su aspecto idéntico año tras año en las fotos del álbum, tal vez la encontrara en el punto donde se produjera el suceso.

Justo entonces recibí la llamada de la agencia. Querían que cubriera lo que estaba pasando en Madrid. Manifestación masiva de jóvenes en pleno centro de la ciudad, en la Puerta del Sol. Acampada. Gritos contra el sistema económico, contra la clase política… Era un quince de mayo.

No necesitaba más pistas. Entre la multitud de jóvenes, mayores, niños, vi una muchacha en particular. Ayudaba a llevar un colchón. Sin dudar un segundo, disparé la cámara, sabiendo que era una foto más para añadir al álbum. El que estuviera allí me convenció de que, de nuevo, la máquina echaba a andar, saliendo de la vía muerta y que muy probablemente no todo estuviera perdido.

sábado, 3 de septiembre de 2011

LA CASA DEL SOL NACIENTE



There is a house in New Orleans,
they call The Rising Sun,
and it’s been the ruin of many poor boy,
and God I know I’m one.


The Animals, “The House of The Rising Sun”


Aquella vieja casa no me daba miedo pero, como ocurría con las cosas que tenían ese punto de decadencia y abandono, ejercía sobre mí una poderosa fascinación que se acercaba a ese estado tan parecido al que provocan los objetos por los que se siente recelo.
Mezcla de atractivo y repulsión a un tiempo, aumentada por las historias que se contaban de ella. Y siempre, como decía Wilde, ganas de vencer a la tentación cayendo en ella.
La casa se había construido en los años mil novecientos veinte. Era un ejemplar de la arquitectura modernista típica de la región. Más bien, de los pocos que quedaban. Las últimas especulaciones inmobiliarias no sólo estaban afectando al paisaje y devorando kilómetros de costa y arboleda, sino que además hacían desaparecer las construcciones más típicas, cuyos dueños dejaban que se fueran al traste al no poder asumir el coste de su rehabilitación o entusiasmados ante la perspectiva de pingües beneficios. Por qué esta situación era admitida por las autoridades, dejando que se volatilizara el patrimonio histórico, era algo que nadie se atrevía a explicar por temor a alterarse la sangre.
Igual sucedía al explicar por qué aquella casa sí seguía en pie. Voces agoreras y un poco estúpidas pidieron que se echara abajo.
Su aspecto exterior, pese al esplendor de épocas pasadas, no era nada saludable. Ventanas sin vidrios, postigos carcomidos, gatos habitando sus rincones. La maleza invadía el jardín, en otros tiempos, no muy lejanos, había sido un vergel mediterráneo con huerta y naranjos. La verja que circundaba su perímetro estaba oxidada en unos sitios, cuando no rota en otros.
En su época hippy, porque tuvo también una época hippy, la llamábamos “La Casa del Sol Naciente”, aunque nunca supimos a ciencia cierta si con ello homenajeábamos a The Animals o a Bruno Lomas, que la versionó en castellano.
Desde su altura, sobre uno de los montes que rodean el pueblo de mi infancia, puede verse de forma privilegiada la bahía y el puerto, el monte vecino, la carretera que circula sinuosa por sus laderas y la extensa bóveda celeste. En apenas diez minutos, uno podía plantarse en la playa y, al mismo tiempo, se encontraba lejos del pueblo y su ajetreo veraniego.
Rodeada por los pinos, los naranjos silvestres y las sabinas, era una casa fresca y solariega desde la que se dominaba aquel pequeño orbe escondido entre montes, acariciado por las brisas del migjorn, húmedas de sal y mar, o los malos augures de la tramontana, tiempo de reunirse ante el fuego y esperar a que amainasen las tormentas.
Y es que, sobre tormentas de tramontana, aquella casa conocía algunas especiadas de leyenda. Éstas impedirían, contra los deseos de algunos, hacer su entrada a las piquetas para echarla abajo. Nadie quería comprar la vieja edificación ni levantar una nueva sobre un terreno dotado de maldiciones, a las que gran parte de los habitantes del pueblo daban aire para que no se perdiera algo que formaba parte de su memoria colectiva. Para ellos no todo en esa memoria era oscuro y quizá por eso deseaban que la casa siguiera en pie y que no se borrara su recuerdo a base de buldózeres.
Levantó y poseyó la casa una familia de ricos propietarios naranjeros. Vivieron en ella hasta que comenzó la guerra civil. Sintiéndose amenazados, pidieron al alcalde republicano de entonces que intercediera por ellos. Acompañados por una patrulla de guardias de Asalto que les acompañó a la capital, pudieron embarcar a Italia, apenas un poco antes de que llegara un grupo de milicianos de la CNT.
De otros puntos de la provincia llegaban los ecos de la pólvora. Milicianos enfrentándose a los requetés carlistas y los jóvenes de Falange, sometiéndolos y fusilándolos. Gentes de derechas que caían. Colectivizaciones. “Verano revolucionario” se le llamó a aquel período. En el pueblo, la revolución se centró en colectivizar las actividades de la pesca y la huerta. Nadie murió ni mató, salvo en el frente o en los bombardeos de la aviación italiana. En la casa, un grupo de mujeres puso una bandera rojinegra y un cartel en la balconada en que se leía “MUJERES LIBRES”. Eran feministas. Y ácratas.
Cuando terminó la guerra, los falangistas instalarían su centuria después en la casa, más por razón simbólica que práctica. Entre la franja ancha del mar y la cada vez más estrecha de la tierra que tenían en sus manos los republicanos, la esperanza de escapar se convirtió en vana. Al mismo tiempo que la tricolor dejaba de ondear en el balcón del ayuntamiento, los milicianos, el alcalde y los concejales republicanos fueron acusados de faltas tan sumamente graves que acabaron con sus vidas. No se salvaron tampoco aquellas mujeres. Fusilados todos ellos contra la tapia de la casa y arrojados después por el acantilado contiguo.
Cuando por fin fueron encontrados los propietarios, estos nunca quisieron regresar a la casa. Conocieron los hechos. Las huellas de los disparos y la sangre vertida en sus muros. A pesar de eso, los “falanges” se desplazaron al centro del pueblo. La casa quedó abandonada.
Al nacer los años cincuenta, un grupo de mozalbetes, queriendo desafiar los miedos y supersticiones de la posguerra o simplemente el hambre acusada de aquella época, desoyó las prohibiciones de no subir hasta la casa. Decían que allí se venían escuchando voces desde hacía tiempo, que estaba ocupada por los espíritus de aquellos “rojos” fusilados en el treinta y nueve. Como sucedía con el Sacamantecas o la Santa Compaña, nadie sabía de dónde procedía ni quién había extendido tal rumor.
Las flores de los almendros y los naranjos dibujaban idilios en el aire, y el jardín, en estado salvaje e iluminado por el sol de la primavera, no hacía sospechar nada extraño en la semioscuridad del interior.
Los niños encontraron viejos afiches falangistas tirados en el suelo, entre el polvo y la suciedad, e incluso una raída bandera con el yugo y las flechas estaba volcada, de modo infame, sobre un charco en el que se acumulaba para beber una familia de ratas. Todo reflejaba el aspecto de una estampida desordenada más que el traslado ordenado en dirección a una nueva sede.
Los críos oyeron voces, pero no identificaron rostros. El pánico no les dejó tiempo para hacerlo. Salieron en tromba de la casa, creyendo que allí estaban aquellos espíritus de los que se hablaba, vagando como alma en pena. Aquellos “rojos” que habían matado cuando alguno de ellos ni siquiera había nacido.
Sin embargo, la realidad era otra. Los falangistas no se habían desplazado: habían sido expulsados, pero no por los espíritus, sino por las escaramuzas del ejército guerrillero del Levante en el cuarenta y tres. Un tiroteo acabó con la vida de cuatro “camisas azules” y la ocupación de la casa por los “maquis”. Con el rabo entre las piernas, los falangistas se desplazaron al pueblo. Y durante un tiempo los guerrilleros y la guardia civil estuvieron jugando al ratón y al gato. Aquel mismo año, la familia propietaria de la casa había muerto en el fuego cruzado de un combate entre alemanes y partisanos en el norte de Italia. Era falso lo que se contaba acerca de que no hubieran querido regresar: es que ya no podrían hacerlo.
Como si la sangre llamara a la sangre, el descubrimiento de los niños llegó pronto a oídos de la guardia civil. Se encontraron a doce guerrilleros en la casa. Habían sido soldados republicanos que prefirieron lanzarse al monte antes que entregarse a la justicia de los vencedores. Los condujeron a la capital y fueron ejecutados a garrote vil. Las familias de los niños recibieron como premio raciones de comida gratis, sin coste para sus respectivas cartillas. Pero a ellos les quedó un complejo de culpa que les duraría por el resto de su vida. Tan pronto pudieron abandonaron el pueblo, amargados por el recuerdo.
Por entonces, yo no levantaba un palmo del suelo ni acababa de abandonar el pecho materno como medio de alimentación. No era edad para tener conciencia ni asombro de unos sucesos que ensombrecían un lugar por otro lado hermoso para el visitante.
Poco a poco, se descubrió esa otra cara y llegaron los vientos del turismo. Con ello se desempolvó el pueblo de su pobreza y fue perdiendo el poso de tragedia que lo había ido envolviendo durante una larga década, recluyéndose en aquel rincón cada vez más difuso que se mantenía apenas como curiosidad, como un torreón del Papa Luna. La vida fue haciéndose más alegre, los bolsillos se llenaron de monedas y las casas de comodidades. Aun cuando se pagara un precio que nadie quería medir por perder espacio de bosque, huerta y naranjal, o porque el gris continuara, al irse los turistas, en el mar y en el traje de los policías.
Eran tiempos de escuela vigilada por los curas y las monjas, según los sexos; de balonazos en la cara de los “gafotas”; de cromos de Marcial, Gento, Marcelino, Iríbar, Melo y Rogelio; de estados de excepción en Asturias y las “Vascongadas” y nuevas subidas al monte, esta vez para espiar a los hermanos mayores quienes, picados por el gusanillo de la juventud, el aroma del azahar y la voluptuosidad de nuestra, a pesar de todo, pacata educación sentimental, practicaban sus primeros encuentros sexuales. Rara era la clase que al día siguiente no tenía a sus alumnos con un enorme grano en la cara, a modo de condecoración. En aquella España de celibato castrense, nadie quería llegar virgen al matrimonio ni tenía miedo a que se le secara la médula espinal.
Como desafío, esta vez no a nuestros padres sino a la vieja época, hacíamos viajes en bicicleta a la casa abandonada. Y no habíamos sido los primeros en querer convertirla en nuestro cuartel general. Encontrábamos restos de colillas, condones usados – condones que nadie sabía de dónde habían salido en el país nacional católico – e incluso, una vez, unas bragas abandonadas, que pensamos habían sido dejadas allí tras una huida precipitada de un par de “tortolitos” para no ser cazados por el guarda forestal. En la misa del día siguiente, tratamos de identificar, por tamaño y forma, a la propietaria de las bragas de entre las muchachas de mantilla que iban a comulgar. El prior acabó echándonos de la iglesia, a causa de nuestras carcajadas, mientras nos advertía sobre nuestro futuro destino en el infierno si no nos enmendábamos.
En el sesenta y nueve, mi vida de mal estudiante no me había llevado al infierno, pero sí había hecho que me pusiera pronto a trabajar. Mis inclinaciones a estar más en Babia, con ganancia de capones, y a escribir cosas más productivas para mi imaginación que la lista de los reyes godos o las exportaciones españolas hicieron a mis padres abandonar sus esperanzas de tener un hijo universitario. Mi hermano mayor había emigrado a Francia. Y, cuando volvía, me traía libros de la editorial Ruedo Ibérico de París, arriesgándose a que en La Junquera los civiles le preguntaran “respetuosamente” por qué quería meter “propaganda subversiva” en el país.
También me traía discos. Discos difíciles o imposibles de encontrar aquí. The Animals, The Doors, Janis Joplin, King Crimson, los Beatles, Van Morrison. “Te dejas el sueldo en esa música horrible”, me decían mis padres, a quienes George Brassens les parecía el colmo de todas las heterodoxias.
Todo el mundo estaba entonces pendiente de la Apolo XI y la llegada del hombre a la Luna. A mí, sin embargo, me interesaba más lo que ocurría al otro lado del océano, en el festival de Woodstock. Un acontecimiento que no pasaría jamás aquí mientras estuviera vivo “el gallego”, como le decían, sin asomo de ceremonia alguna, mis padres, a quienes no les iba la vena hippy pero les funcionaba a la perfección la arteria roja. En su juventud, escuchaban voces también, como los niños de la casona abandonada, venidas de un punto indefinible a través de una radio de galena alrededor de la que se reunía la familia. Eran momentos de recordar nombres que se tornaban legendarios: Pasionaria, Hidalgo de Cisneros, Rojo, Miaja, Líster, Cipriano Mera, los generales brigadistas Kleber y Lukacs. De si lo hizo bien Negrín, de si lo hizo mal Largo Caballero… Ecos de “la Pirenaica”. Entre las cosas que mis padres y yo guardábamos en común, no muy numerosas, una era nuestro desprecio por los militares y las sotanas, cogido a través de la experiencia real o mediante la lectura de “Los grandes cementerios” de Bernanos.
Al año siguiente, la era de Acuario aterrizó en el pueblo y en la casa.
Los primeros hippies se dejaron ver con cierto escándalo para las “buenas gentes”, con entusiasmo para la minoría, con curiosidad para todos. Algunos llegaban, permanecían una temporada, y se iban en busca de otros destinos con los que ensanchar su mundo: Ibiza, Creta, Marruecos, la India, Perú, Zanzíbar. Pero un grupo se quedó, viendo como en el Génesis que aquello era bueno. Y ocupó la casa.
Las paredes de la fachada comenzaron a llenarse de graffitis que recordaban todas las psicodelias universales y todas las promesas de paz y unión entre los seres humanos. De repente, la casa se volvía a llenar de vida y a resplandecer como en los mejores tiempos. Era la impresión, al menos, que podía obtenerse de lo que contaban los más viejos del lugar que, sin ser nada entusiastas de los “peludos”, recordaban festines de los antiguos propietarios. O, cuando menos, los tiempos en los que “Mujeres Libres” imprimía allí su revista y asesoraba a las mujeres sobre liberación femenina y salud sexual, resistiendo los bombardeos de Mussolini y con la bandera rojinegra ondeando en el balcón.
Por boca del cura volvían a resucitarse imágenes fantasmales que recordaban tiempos antiguos y las maldiciones legendarias que se cernían sobre la mansión. Pero cualquiera que se acercaba sólo veía chicos y chicas afanándose en pintar, limpiar y remozar la vivienda y arreglar el jardín para convertirlo en la huerta que fue en el pasado. Salía música a través de las ventanas. “Here comes the sun” de los Beatles, “Susie Q”, de los Creedence, “Qualsevol nit pot sortir el sol”, de Sisa. Lo único en lo que el cura llevaba razón era en sus imprecaciones contra lo pagano: había danzas de saludo al sol y meditaciones orientales.
Tomé la decisión de unirme a ellos. Y, no sé si por respeto a mi decisión de adulto o porque me tomaban por un caso perdido, mis padres no opusieron demasiadas pegas. De todos modos, estaba a apenas un paseo de mi vieja casa. Fue así como Veronike entró en mi vida.
Poco a poco, cada vez que terminaba en el trabajo, comenzaba a pasarme para echar una mano, después a quedarme a dormir y más tarde a vivir definitivamente allí, en aquella comuna. Recompusimos la instalación eléctrica, limpiamos y arreglamos la escalera apolillada, los postigos de las ventanas, instalamos nuevos vidrios. Pronto comenzó a haber talleres y se acercó gente del pueblo, primero temerosa, después cada vez más confiada. Creo que mi presencia allí acabó por convencerles de que no había nada malo en medio de tanto extranjero raro y en las melodías de Joan Báez, Bob Dylan, Lennon, Jimmy Hendrix o Grateful Death.
Veronike era belga. Una rubia preciosa, llena de pecas, que había sido estudiante de Bellas Artes en Lovaina y que llevaba tiempo apuntada a la new age. De sus manos habían salido los murales que adornaban, con ying – yangs, dragones que escupían arcoiris, muchachas de pelo azul que se convertía en frondoso oleaje y otros dibujos, fruto de lisergias varias, las paredes interiores. Su figura grácil y sus sonrisas ante todo esfuerzo, por grande que se antojase, contagiaban y enamoraban a quien estuviera a su lado.
En la fachada de levante, como dos universos que se saludan al amanecer, pintamos según una idea suya un firmamento con casas volantes haciendo de planetas y sirenas cósmicas. Un sol, emergiendo del centro, saludaba por las mañanas a su homólogo. Ya teníamos, bautizada con cierta ironía, nuestra Casa del Sol Naciente.
No resultaba fácil conjugar los sentimientos celosos del hombre hispano de entonces, machista y posesivo, con la filosofía de amor libre que se predicaba en aquel círculo hippy. Me costó mucho que la relación que empecé con ella no se viera afectada por la promiscuidad que manteníamos, pero cuando la fuerza de la costumbre y la pureza de corazón que desplegábamos dejaron de parecerme una impostura incómoda y lo tomé como algo natural, todo fue mejor. A otros acabó destruyéndoles no poder asumir esa vuelta a la inocencia, tomándola como su contrario: un horrible cinismo. Que aquella época acabara creo se debió al paso natural del tiempo, sin que merezca la pena buscar otras causas.
Fueron tiempos fabulosos, ante los que ni la guardia civil, la amenazante admonición del cura o la idea extendida de que habría que desinfectarnos con lejía y quemar nuestras ropas piojosas tenían efecto. La casa se llenaba de visitantes fascinados, de historias al calor del fuego en invierno y a orillas de la cala cercana en verano.
Una cala a la que se llegaba descendiendo la ladera del monte, a través de unos escalones excavados en la roca. Un mínimo y casi aislado paraíso, al que cada San Juan llenábamos de hogueras, música, hachís y juegos.
Y de una fiesta del amor.
Un atardecer, solos Veronike y yo para ver oscurecerse el cielo, tiñéndose de malvas y fuegos, descubrimos un bulto al extremo contrario en el que nos encontrábamos. Conteniendo el pánico, nos dimos cuenta de que el bulto correspondía a un esqueleto.
El traje, sin embargo, permanecía casi intacto. Permitía identificarlo como muy pasado de moda. Avisamos a los demás y subimos los huesos a la casa. En la camisa, había un hueco del perímetro del dedo índice a la altura del corazón. Y otro en la cabeza.
Descubrimos que era el alcalde fusilado tras la guerra.
El cómo había “regresado” después de más de treinta años al pueblo era un misterio. Y mayor misterio sería aún que fueran llegando a la cala, en los días siguientes y durante casi dos semanas, de uno en uno, de dos en dos o de tres en tres, los cuerpos de los concejales, los milicianos y las feministas de “Mujeres Libres” a quienes los falangistas mataron y arrojaron por el acantilado. Con los trajes ajados, pero no rotos del todo, presentando aquellos agujeros de bala en las camisas y el del tiro de gracia en la cabeza. Así, hasta cincuenta y siete cuerpos.
Pasamos días entre el horror, pensando cuando terminaría todo o que quizá no acabaría nunca. Sólo casi al final, cuando decidimos avisar a los familiares, supimos esa cifra exacta y cambió el ambiente por el de un peregrinar silencioso de “hijos de rojos” y la pregunta desdeñosa de los guardias civiles y los verdugos acerca de qué iban a hacer a la casa de “los peludos”.
Enterramos los cuerpos en la fachada de poniente, donde reprodujimos, en versión libre, el cuadro de los fusilamientos del Dos de Mayo. Prohibidas como estaban las canciones republicanas, alguien comenzó a tararear, bajito, “L’Estaca” de Lluís Llach, que estaba medio tolerada. Era un canto sordo, como correspondía a una época donde aún había quién moría y quién mataba. El polvo regresaba al polvo.
Nacía así una secreta e inesperada complicidad entre los hijos de la guerra y los hijos de Acuario. Teníamos en común el deseo de paz. Las noches se llenaron de historias sobre los allí enterrados, relatos de cuando vinieron las misiones pedagógicas, lo chaladas que parecieron las feministas ácratas. Los hippies más viajados contaban el mundo que habían visto a los que, en muchos casos, no habían ido más lejos de Madrid. En el tocadiscos se alternaban Eric Clapton y Moustaki, Serrat y The Who, “The sound of silence” y “Al vent”.
Tanto tiempo después, recuerdo mis noches con Veronike, las conversaciones al calor de la hoguera y el abrazo de La Casa del Sol Naciente, con la ironía que significaba esa banda sonora de The Animals. La voz de Eric Burdon sobrevive en mi recuerdo, remasterizada en mi mente, igual que la casa luce en ella con los graffitis sin ajar y la instalación eléctrica intacta.
He vuelto a ella, a la casa de nuestras excursiones furtivas en la bicicleta de mi infancia y de aquellos veranos de magia psicotrópica de mi juventud. Oí decir que se va a hacer cargo de ella la concejalía de Cultura del pueblo. Me asomo como un trampero solitario a su balcón, en busca de las últimas fotografías visuales que me permitan recordarla en aquel estado silvestre, tan distinto al que tendrá, en que la viví. Y me pregunto, desde su privilegiada altura, si aquellos cadáveres no regresaron de su viaje por el limbo justo cuando, por fin, se había sembrado amor en aquel lugar donde tanto se cebó la muerte.

viernes, 2 de septiembre de 2011

VEINTICINCO METROS


Quero viver por dentro dos teus sentidos,

mesmo em sonhos proibidos descobrir a realidade.

Ser tudo ou nada, mas sempre contigo ao lado

porque me doe deste fado, de viver a felicidade.

Pois nesta vida que Deus nos deu para viver

tudo pode acontecer sem nunca haver despedida.

Kátia Guerreiro, “Ser tudo ou nada”

No podía esperar nada de aquel verano, destinado a convertirse en el peor de mi vida.

Sólo hay algo peor que no poder salir de tu ciudad en verano: no poder salir de la planta de un hospital. Más aún si esa planta es la psiquiatría, como me ocurría a mí. Tenía un pijama azul que me venía grande, las zapatillas sin cordones y muchas, muchas horas muertas entre la somnolencia y la resistencia a no concederme un solo minuto para la reflexión. Sobre todo en mi caso, pues las reflexiones solían conducir, en el mejor de los casos, a ninguna parte.

Y, sin embargo, como dijo Chesterton, lo bueno de los milagros es que a veces ocurren.

No soy una mujer religiosa. Como Javier Krahe, mi camino hace ya mucho tiempo que dejó de caer por las cercanías de Roma y ni las panzas de Lutero o Buda ni la chilaba de Mahoma me atraen lo más mínimo. Pero creo que tendré que comenzar a pensar en la existencia de los milagros.

En la de ciertos milagros. Cotidianos e invisibles.

Al igual que con los milagros, lo bueno que tienen las normas es que, se rompen de vez en cuando. Contribuyen así a crear nuevas situaciones, inverosimilitudes, accesos febriles de los que se contagia el mundo entero. Las más de las veces, se acaba mal, lo cual es también una norma. Y como esa norma está también para quebrantarla, con una ruptura de esa norma se originó esta historia.

No se puede fumar en los hospitales. Pero los pacientes de psiquiatría, como los presos de un penal, fumábamos. Éramos la excepción. No podían hacerlo las visitas. Ni el personal.

Pilar rompía la regla. Era celadora en el turno de noche. Fumábamos juntas.

La planta de psiquiatría, en lo alto del hospital, dormía profundamente, incluso su compañero de turno, al que debía afectarle sin duda una narcolepsia incompatible con su trabajo nocturno. En aquellas horas noctámbulas, de licantropías y vampiros, Pilar y yo pasábamos el rato fumando cigarrillos a medias, mirando las estrellas y la calle solitaria y contándonos nuestras respectivas vidas. Vidas de mujeres solas.

Eran noches de sucesos cualesquiera. Nimiedades maravillosas como la vida misma. Funerales con risas y bodas con lágrimas.

Pilar me llevaba cinco años. El invierno anterior había cumplido yo los veinticinco y ella acababa de alzarse sobre el pedestal maldito de la treintena. Casada y luego divorciada, su matrimonio fue muy joven y fugaz. De él nació una niña, ilusiones perdidas y sueños rotos. Nadie espera que las cosas salgan torcidas cuando se está enamorado de verdad.

Con variaciones, mi historia era parecida. No tenía las llagas de una relación rota, pero mis desilusiones me habían llevado al mismo sitio donde, ella desde el trabajo y yo desde la convalecencia, nos encontrábamos. Padecía trastornos depresivos desde hacía largo tiempo, y la cosa se complicaba más ante la falta de expectativas laborales. Lo resumía todo con la “trilogía del sin”: sin casa, sin trabajo, sin pareja. Por el día era más llevadero al someterme a actividades que me impidieran dar vueltas a la cabeza; por la noche, la soledad me hacía pensar y no dormir.

Éramos dos náufragas, dos Robinsonas sin Viernes a quienes se les hacían largos los fines de semana. Pilar, a sus treinta años, aún tenía mucha vida y su juventud intacta. Y sin embargo, aunque no se permitiera irse abajo, los días en que le tocaba jornada de mañana su imagen de fragilidad tras la bata verde era más poderosa a mis ojos que lo que percibían las miradas de los demás: la sonrisa flameante como una bandera y su gracia vivaracha.

Sólo a mí parecía permitirme acceder a sus secretos. Las jornadas de noche, entre cigarrillos y estrellas.

Por entonces, quizá por efecto de las medicinas o porque mi “trilogía del sin” había dejado de afectarme tanto, lograba mantenerme más relajada y estable, dejé de padecer insomnio y descansaba mejor. Pero, aun a riesgo de pasar el día dormida y echando cabezadas entre las comidas, seguía reservando la noche para reunirme con ella en la ventana.

Conversábamos en murmullos. Si lo hiciéramos de mañana, podrían confundir nuestras voces con el canto de un par de jilgueros enjaulados. Y tal vez esa imagen fuera una buena definición de lo que éramos: dos pájaros atrapados. Aunque, a solas, intercambiando nuestros pensamientos, nuestros sueños, nuestros miedos y nuestras ilusiones, nos sentíamos libres e incluso felices.

Desde la ventana, denominábamos con humor a la vida de abajo como “la vida real”, sintiendo que lo que vivíamos arriba, en aquella planta, era una especie de sueño, tan cerca de la oscuridad más absoluta y refugiadas entre ronquidos y respiraciones profundas. Era esa vida real como un ajetreo de hormigas, una fila india, laboriosa y mareante, de hormigas a la que no encontrábamos sentido. Nadie allá abajo parecía tener complicaciones mentales y seguían un orden racional y perfecto. Y sin embargo teníamos la impresión de que nosotras, los jilgueros enjaulados, las cigarras que observaban, teníamos más de cordura que ellos.

Era como darle la vuelta al cuento. O como las historias de cronopios y famas de Cortázar. Éramos cronopios: inclasificables, irracionales, latosas, irreverentes. O al menos eso queríamos ser. Porque, cuando pasaba la noche, todo volvía a adaptarse al modo de vida lineal y monótono de los famas.

Cada día llevaba peor el haber dejado a su hija, sola, en su isla de Ibiza y se sentía frustrada por haber pensado ingenuamente que la renovarían el contrato y podría traerla aquí, a la ciudad.

Porque no iban a renovarla, y aunque así fuera, ¿qué sentido había en romper, como había hecho ella, los lazos de familia, amigos y entorno para traerla a una ciudad insoportable? Le daba la razón. Era insoportable hasta para mí, que habiendo nacido y siendo criada en ella, era una anónima fama más en medio de un conjunto de anónimos desconocidos en una ciudad cada día más desconocida.

¿Sabes que en mi pueblo, en San Antonio, hay una cala que mide lo que este pasillo?, me dijo un día. Veinticinco metros. Se llama Cala Gracioneta.

Esa noche, me enseñó una foto de su hija en la cala. Cuando dio a luz, tenía la misma edad que yo tenía ahora. Se llamaba Neus, como la patrona de la isla, la Virgen de las Nieves. Lo cual era toda una contradicción: ¿cuántas veces ha nevado en Ibiza?

Pero a veces los milagros ocurren: Neus nació un invierno, como yo, y el día que nació cayó sobre la isla una tenue nevada. Eran pequeños copos, casi se diría que cristales. Por eso le pusimos Neus, me dijo. En realidad, fue Pilar la que decidió el nombre. Fue el primero de una larga serie de desencuentros, cada vez más intensos, con su ex marido.

Veinticinco metros. A veces no hace falta más para ser feliz. Era la longitud de la cala y del pasillo. A solas en aquel pasillo, cada día era más profunda nuestra sensación de felicidad cuando estábamos juntas. Por eso, no fue extraño que empezara a percibir mi destino unido al de ella. Casualidades, milagros, conexiones cósmicas, quién sabe. Tal vez hubo algo de eso en la coincidencia de la fecha de mi alta y la de su cumplimiento del contrato. Pasaríamos la que iba a ser nuestra última noche juntas.

Quizá nunca más volveríamos a pisar el hospital. Quizá nunca más volveríamos a vernos.

Estábamos frente a un punto de no retorno. No valía la pena hacer promesas de llamadas, cartas o visitas que no sabíamos si íbamos a ser capaces de cumplir. Sólo cabía la opción de una separación definitiva y guardar para siempre el recuerdo de aquel verano, o la más improbable de una proposición con quién sabía qué consecuencias futuras. Una certeza dolorosa o un riesgo inmensurable.

Tanteamos el terreno, buscando una vulnerabilidad en la otra por donde introducir nuestro deseo, confesando asimismo nuestra propia vulnerabilidad.

Qué harás ahora, nos preguntamos.

No sé, fue una respuesta, acompañada de un encogimiento de hombros. Regresaré a Ibiza, con mi hija, fue la otra.

Quizá vaya contigo, completé mi respuesta.

Fue como lanzar una moneda con la esperanza de que saliera de cara. Dudó unos instantes, botando con el canto sobre el suelo. Unos segundos eternos de silencio roto por los acondicionadores de aire y los lejanos motores de automóvil. Pilar aspiró el humo del cigarro, lo expulsó trémula, con ojos húmedos.

No digas quizá, respondió.

Entonces iré contigo.

Salió cara. Su mirada acuosa se derramó en dos lágrimas, y me tomó la mano. Sonrió. Nuestras lágrimas rodaron sobre la arena de aquellos veinticinco metros de pasillo.

Viajamos en ferry camino de San Antonio, donde espera una niña de cabello rubio y ojos azules. Ella significa esos cinco años de ventaja y aún no me creo, como Pilar dice, que esté cercano el día en que podamos referirnos ambas a Neus como “nuestra hija”. El futuro, mi futuro, descansa ahora entre la cala de la fotografía y un butacón de la estancia de pasajeros, donde ella duerme a mi lado. No es más incierto ese futuro en Ibiza que en la ciudad que dejé a mis espaldas. Me centro en observar el presente: se transmite por ondas leves del mar bajo la superficie del barco, a través del horizonte que surge tras el vidrio del ventanal. Las estrellas, cuando salgan, llevarán en su eco esta historia de amor nacida sin palabras de amor.

CANCIÓN DEL CAMPO INFINITO


Aquela pomba tão branca todos a querem para si

ó Alentejo esquecido, ninguém se lembra de ti.

Aquela andorinha negra bate as assas para voar

ó Alentejo queimado, inda um dia hás de cantar.

José Afonso, “Cantar alentejano”

Pensó el cantor: en medio de la planicie inmensa, surgen gritos que espantan la risa de las hienas.

Se inspiró en lo sucedido en uno de aquellos campos laboriosos, casi infinitos; tan enormes que la mirada es incapaz de abarcar todo el horizonte a donde mira. En ocasiones, nadie aparece en muchas hectáreas a la redonda. Otras veces, sucede que se afanan muchos seres en pequeños terrenos, baldíos para llevar una existencia humana. Sea mucho o poco el tamaño de la tierra, siempre es por defecto la ganancia que se obtiene, aunque el trabajo siempre se realiza por exceso.

Se cometen crímenes. Es un crimen hacer que revienten costillas o riñones por jornales que causarían estupor. Es un crimen ver a hombres y mujeres que mueren en la flor de la vida, por no hablar de los niños que no crecen o que, de hacerlo, apenas sabrán leer y escribir su propio nombre el día de mañana. Hay crímenes de otra índole. Pasionales. Políticos.

Por eso, quienes pueden huyen. De la miseria, del reclutamiento, de esta guardia de curioso nombre que no obedece a los adjetivos que la acompañan. No es nacional, porque para serlo debería obedecer a la Nación y no sólo a unos pocos afortunados. Por eso mismo, tampoco es republicana. No defiende la libertad, ni la igualdad, ni la fraternidad, transformando en cómplices a los hijos de campesinos que forman aquella tropa uniformada. Sería mejor llamarla guardia pretoriana.

El cantor recordó que, en su infancia, su tío le contó el miedo, enorme y severo, que pasaron los campesinos y jornaleros de aquellas tierras cuando aconteció la guerra en el país vecino. El aire quedó enrarecido de modo literal en muchas ciudades de la planicie. Traía consigo un olor dulzón, nauseabundo, a carne humana quemada. Carne ofrecida en sacrílego sacrificio. En una ciudad de la frontera habían matado a tanta gente que tuvieron que quemar los cadáveres acumulados en las calles para evitar problemas de salud pública.

Su tío guardaba, como el recuerdo de una catástrofe natural, la crónica terrible de un periodista de la capital sobre aquellos acontecimientos. Dos hojas de periódico amarillentas, con surcos de viejas lágrimas de impotente ira. El cronista no pudo volver a ejercer su trabajo. Se exilió en Inglaterra.

Aquel diario, censurado como el resto, dejó de informar sobre las masacres y pasó a dar cuenta de las hazañas de nuestros soldados voluntarios junto a aquellos asesinos. Se reía mucho con aquel término, voluntario. La guerra en el país de al lado acontecía cuando él era apenas un niño, pero no olvida nunca el terror que le invadía al ver a los de la policía política acompañar a las mujeres católicas, “de orden”, en sus colectas “voluntarias” por los cafés, para sufragar lo que llamaban la “Cruzada” del otro lado de la frontera. Un día, un hombre quiso escapar de realizar su “aportación voluntaria” y los policías, vestidos con trajes que recordaban los de los gángsters, le propinaron un puñetazo en la boca del estómago, dejándole doblado, sin aliento, de rodillas clavadas en el suelo.

Pensaba en todo esto antes de entrar en el estudio para grabar su parte de la canción, la voz, después de que ya hubieran registrado la parte instrumental. Paseaba concentrándose entre la oscuridad del bosque cercano. Un paisaje distinto a la planicie, a los campos de olivos y encinas, de trigo y viñedos, de alcornoques y maizales; tan mal aprovechado y tan mal repartido, sin embargo, que incluso los cerdos que se criaban allí tenían una vida mejor que la de las personas. En la distancia, se sentía no obstante comunicado con el espíritu de aquel lugar lejano al que pertenecía. Era como sentirlo hondo en su interior, llevarlo dentro. Por eso quería sacarlo fuera en aquella canción.

Del suceso que evocaba, ocurrido de adolescente, mientras estudiaba en la capital, le llegaron rumores pertinaces que le hicieron saber que lo ocurrido era semejante y distinto. Decían que no fue una muerte, que fueron dos. Que, con un mismo disparo, el suelo se regó dos veces. La leyenda contó que hubo muerte simultánea de madre e hijo, pero al final se supo que la joven campesina no estaba embarazada. No importaba: aquella muerte seguía clavándose en la planicie como una daga. Miles de personas fueron al entierro. La guardia no disparó ese día: no se atrevieron. Las botas callaron su peste homicida frente al rumor sordo y laborioso de unas alpargatas de luto.

El cantor supo que era una mujer valiente. Joven y valiente. De haber estado embarazada nadie dudaba que hubiera estado presente, como hizo, en primera fila de aquella concentración de mujeres y hombres para pedir lo que consideraban justo. Al fin y al cabo, el pan del futuro estaba tan en juego como el pan del presente. Aquel sargento imbécil que habló por boca de su revolver jamás sería capaz de entender algo tan simple ante una multitud cuyas armas no eran sino sus brazos, sus piernas y sus conciencias.

Quizá nunca nadie con mando o uniforme lo entendería en aquel país.

Pensó el cantor: en medio de la planicie, extendiéndose por toda ella, se levantan voces que reclaman justicia. Antes la suplicaban. Quizá mañana la tomen por sí mismas. Mientras tanto las hienas, sin soliviantarse por esos terremotos que ocurren con demasiada frecuencia, siguen riendo su confiada prosperidad.

Cuando comenzó en su oficio, pudo comprobar de cerca la injusticia y crueldad con que regían los destinos los dueños de la nación. Su amigo pintor murió por alevosos disparos de la policía política. Su compromiso le convirtió, una noche, en las calles de la capital, en un cadáver inquietante. Los adoquines se tiñeron de vergüenza, y su sangre fue buscando el modo por el que convertirse en manantial. La forma de fluir y señalar a los culpables.

“Veleidades peligrosas”, “ajuste de cuentas entre homosexuales”, “asunto de bajos fondos”… las descalificaciones de una prensa secuestrada no ocultaron la responsabilidad final de la cuestión salvo a quienes querían ser engañados. Gracias a estos, el sistema funcionaba. Y a los disparos, las cárceles y las torturas.

Escribió, impulsado por el resorte de la rabia, una canción denunciando lo ocurrido y sentenciando a muerte a la “ley asesina” del régimen. Desafió a la censura: cada concierto se convertía en un festival de detenciones, cortes de luz, estrofas prohibidas y canto “a capella” de canciones malditas, una lista cada vez más extensa, que eran cantadas con entusiasmo por el público y aplaudidas durante minutos. Se sentía obligado a cantarlas: cada día eran recluidas y torturadas más personas en la casona de la policía política y en las cárceles que rompían el encanto de los pueblos costeros donde se situaban.

Su país era un país de taxistas y porteras que chivaban los secretos de sus compatriotas, convirtiéndolo en un miserable patio de vecindad donde no existía intimidad ni en el cuarto de baño ni el dormitorio. Hasta el jefe de la policía secreta se jactaba de que sólo había dos personas a quienes no podía detener cuando le diera la gana: los presidentes de la República y del Consejo de Ministros.

En la oscuridad de aquel bosque, recordaba la figura de su tío en las playas del sur, contándole como antes de la guerra mundial los mozalbetes de las juventudes del régimen se exhibían en la capital asaltando comercios judíos y desfilando con el brazo extendido como las de Hitler. Recordaba las historias narradas al fuego de los hogares, con lágrimas en los ojos o a flor de piel, sobre campesinos de la planicie que se marcharon al país vecino a luchar por la libertad, o que cayeron asesinados o fueron torturados cruelmente por pedir unas monedas más de jornal, y plantarse sin trabajar hasta que se las dieran. Les acusaban de “peligrosos bolcheviques”.

Así había muerto la campesina, a manos de aquel sargento armado de pistola y fusil. La considerarían una mujer muy peligrosa, una “terrorista” que pedía que los amos dejaran de enriquecerse “en la herida generosa del sudor”, como decía el español Miguel Hernández. Lo era tanto que no llevaba un arma encima, segura de poder doblar con el pensamiento los cañones de los fusiles y hacer que dispararan sobre los pechos de los agentes. El sueño de la estupidez produce muertes.

Su soledad en el exterior le permitió coger fuerzas antes de cantar. Tomó los cascos, se aproximó al micrófono y, arrojando rabia, pensamientos, dulzura, corazón y alma a través de una misma oscuridad como la que había poblado sus minutos fuera del estudio, reunió en sus cuerdas vocales el ánima de los difuntos de la planicie, en un intenso canto por aquel lugar y de aquel lugar.

Recordó esperanzas y desesperaciones, ansias de justicia e impotencias de incomprensiones, ímpetus de liberación y cadenas opresoras. Todas las contradicciones se presentaban en su emoción sonora, y por eso al terminar vio llorar al equipo sin saber por qué: si por emoción o acaso de tristeza.

Fue sólo entonces cuando, reunido de nuevo con el exterior tras acabar el trabajo, el cantor se arrodilló sobre la tierra y también lloró, doblado sobre el vientre, al saber que ya no podría luchar con otras armas más efectivas que las canciones.