martes, 28 de junio de 2011

ESCOZOR DE OJOS EN EL TREN DE COLMENAR

Fue una de esas situaciones tan poco literarias en su resolución como llena de posibilidades narrativas en su desarrollo. Si me mintiera a mi mismo, en mi honestidad, y por tanto a vosotros, diría que podría haberla resuelto gracias a mis encantos personales, a mi arrojo y gallardía o a cualquier cosa imaginable dentro de las artes de la seducción, pero que, por hache o por be, o por simple cuestión de respeto al duelo personal, no quise llevar a cabo.
Falso. Me moría de ganas por ejecutar cualquier gesto, cualquier acto con el que mostrar empatía, afecto, cariño, por una chica a la que no conocía de nada, pero que tenía de transparente todo lo que podía verse en un rostro silencioso cuajado de una tristeza que no era capaz de identificar. Sin embargo, quizá temor, quizá estar rodeado de otros pasajeros, quizá convención social – no aceptes caramelos de desconocidos, que decían nuestras madres – o quizá el que hubiera alguien – novio, tal vez marido, tal vez madre con caramelos propios a quien no gustaban los dulces ajenos – esperándola en un andén intermedio del trayecto, coartaba cualquier intento y esperanza de mostrar no otra cosa sino una solidaridad que al principio identifiqué como respuesta a un mareo, causado por el calor y por ir a contramarcha, para luego ver que se debía a algo muy diferente.
Ambos tomamos el tren a Madrid en Tres Cantos. Había salido de una entrevista de trabajo y regresaba a casa. Ella, con un vestido vaquero, el pelo recogido y un tatuaje en el brazo con corazones, manchas leopardinas y una curiosa leyenda, “Siempre eterna”, en una esmerada caligrafía manual, preguntó si aquel tren iba a Atocha. Ante la respuesta afirmativa, subió y nos quedamos uno enfrente del otro. Yo dediqué mi tiempo a mirar el paisaje, afición a la que me suelo dedicar en los viajes en tren, aun siendo los de Cercanías, y ella se enfrascó en un nada reconfortante intercambio de mensajes a través del móvil.
Al poco, mi atención comenzó a dirigirse hacia ella. Le empezaría en breve a brotar un llanto sin sonido, que le enrojecía los ojos y le hacía desviar la mirada, unas veces hacia la ventana, otras hacia el suelo. Se pasaba un pañuelo por la nariz, donde tenía un pequeño aro enlazando los dos orificios. Pensé que el problema era el piercing, o un mareo debido al calor y a ir en un asiento situado al revés de la marcha. Cuando le pregunté si esa era la causa de su malestar, y si quería que cambiásemos de asiento, me dijo que no con una luminosa sonrisa, franca, como si de repente pasara a encontrarse bien o confiara en un curso mucho más alentador de la conversación vía SMS que se estaba desarrollando en la pantalla de su teléfono. Me dio las gracias.
Pasamos Cantoblanco, El Goloso y en las inmediaciones de la estación de Fuencarral todo se tornó de nubarrones cada vez más oscuros. Guardó el móvil en Chamartín, definitivamente ya sin nada que hacer. Ya no tenía dudas de que era tristeza y no una dolencia física lo que la aquejaba. Me dio una profunda sensación de pesar el ver sus globos oculares surcados de pequeñas venillas rojas. A mi lado, un trabajador latinoamericano sesteaba ajeno a todo, concentrado en una cabezada de camino a casa recién terminada su jornada laboral. Me sorprendía de la capacidad que, a nuestro alrededor, observaba en el resto de los viajeros del vagón, concentrados en sus propios pensamientos, tristezas y alegrías particulares. Concentración o ensimismamiento a la que, quizá por ese sentido un poco absurdo de respeto a la intimidad o temor a ser tenido por cotilla o ser recibido con cajas destempladas no negaré tampoco he sido inmune.
Pero entonces, en ese preciso momento, mirándola mirar por la ventana sin concentrar la vista en ningún horizonte, difícilmente me contenía las ganas de tomarle la mano, simplemente, pero tampoco nada menos, que tomarle la mano para que, sin que me explicara nada, sin que pronunciara palabra alguna, nos quedáramos unidos de esa forma hasta que algunos de los dos llegara a un destino que nos separara definitivamente. O no. Hubiera sido osado, seguramente más literario que realista, digno de figurar en una realidad cada vez más ininteligible en la que cada vez queda menos hueco para las sorpresas agradables, los “abrazos gratis” y la posibilidad de enamorarse de la vecina del quinto. No fue el único momento del trayecto en que me odié, quizá de modo irresponsable, pues es difícil que, en mi situación, otro hubiera hecho lo mismo, pero me odié. Bien es cierto que no fue el primero de mi vida, aunque tampoco el más intenso. Hubo momentos peores, en los que me he odiado hasta la muerte. Tiempos duros.
Se bajó en Nuevos Ministerios. Al levantarse, como si de algún modo hubiéramos sido “partenaires” de un secreto, una aventura vivida juntos en un mundo paralelo y extrasensorial, me dijo hasta luego con la misma sonrisa con la que me agradeció la propuesta del cambio de asiento. Pero se le notaban esas venas rojas, diminutas, surcándole los ojos. Le dije adiós y añadí, acariciando levemente su antebrazo, que fuera lo que fuese lo que le sucedía, mucho ánimo. Como sabiendo que lo sabía, quiso restarle importancia poniendo su mano en mi hombro diciéndome que no era nada, que tan sólo le lloraba un poco el ojo. Y que gracias.
¿Fue cobarde no bajarse en Nuevos Ministerios? ¿O eso lo hubiera echado todo a perder? ¿Se sintió ella mejor con esa compañía última de mis palabras y hubiera sido fatal que me lanzara a preguntarle nada, a buscarla entre las sombras del andén, a fracasar en un intento de aproximarme a su corazón hasta entrelazarlo con el mío, como soñaba que pudieron haberlo hecho nuestras manos durante el trayecto? Me odié por segunda vez. Trato de pensar en que de algo sirvió aquel contacto fugaz, y que se sintió mejor por saber que, en medio del silencio de aquel vagón de tren, estaba a su lado y, si hubiera sido todo distinto, no habría necesitado fingir un falso escozor de ojos ni contado nada, pues nada hacía falta contar. A veces, veces como ésta, recuerdo el tatuaje que le moteaba la piel convirtiéndola en una piel de leopardo o de tigre, y como en un juego de palabras, recuerdo también una vieja canción:

“Tus ojos de día y noche
son los que mi mente sueña.
Tus piernas de bailarina
de piel trigueña.”


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