domingo, 11 de septiembre de 2011

VELHA CHICA


Mas quem vê agora o rosto daquela senhora, daquela senhora

só vê rugas do sofrimento, do sofrimento, do sofrimento.

E ela agora só diz

“Xé menino quando eu morrer quero ver Angola em paz,

Xe menino quando eu morrer quero ver Angola e o mundo em paz.”

Valdemar Bastos, “Velha Chica”

– Hubo un tiempo en que soñábamos con cambiar el mundo. Ahora pienso que no nos queda ni el consuelo de evitar que el mundo nos cambie.

La mujer fumaba despreocupadamente. Cualquier médico, o cualquier persona entrometida en la salud o los hábitos de los demás, reprobaría que a su edad siguiera envenenándose los pulmones. Evité hacerlo. No va conmigo vigilar las conductas ajenas, y por otra parte la familiaridad de nuestra conversación y la indiferencia, aparente o real, que mostraba por sí misma y por un mundo que decía entender cada vez con más dificultad impedía entablar una discusión sobre el vicio de fumar, mucho más banal que la que nos ocupaba.

Después de la guerra y de mi corresponsalía bajo las bombas, había regresado a aquel puerto balcánico tras varios años de ausencia. Aquella ciudad fue, en tiempos, una villa idílica y uno de mis destinos preferidos, pero después de haberla visto sometida al cerco de las ametralladoras o los morteros, y haber comprobado la crueldad humana, (venganzas revestidas de justicia) entre sus antiguas murallas, temí que no iba a ser capaz de volver a ella.

Tras la guerra, perdí hasta mi pulso para escribir novelas, quizá asqueado por la irresponsable cobardía de las potencias internacionales ante un mundo en descomposición y por la realidad que, cruel y cotidianamente, se imponía sobre el terreno de aquellos nuevos países que nacían entre las ruinas. Tal vez no fuera el hecho de aquella guerra en concreto, sino el conjunto de batallas nada heroicas que había presenciado a lo largo de mi vida en el periodismo. Ante una realidad nada inspiradora, ¿qué ficción puede escribirse?

Cuando he visto lo que han publicado en los medios o los libros que han publicado otros colegas de entonces, veo que quizá mi decisión no fue tan desacertada. No podía hacer cómplice de mis oscuridades a los lectores.

Mi mujer se pasó mucho tiempo diciéndome que tenía que volver. En algún momento, tal vez no hoy, tal vez no el año que viene, pero has de hacerlo, me decía. Y me convenció para que fuera solo, como les ocurre a ciertos animales que, recién salidos del huevo, ya comienzan a buscarse la vida por su propio pie. Debía ser yo quien rompiera el cascarón y observara, recorriendo los pasos de antiguamente, cómo habían cambiado la ciudad y la gente. Una ciudad y una gente especialmente simbólicas no sólo por haber marcado un antes y un después en mi vida como escritor, e incluso como periodista. De niño había descubierto la ciudad, pasando temporadas de vacaciones con mi familia, cuando el país aún formaba parte de la Yugoslavia liderada por Tito. Fue uno de los escenarios de mis relatos, hasta que la guerra agotó las posibilidades literarias que podía sacar de ella (al menos, las que quería sacar).

Aquella mujer era ya mayor, y no obstante no había perdido atisbos de dignidad con los años. Al principio había pensado en ella como una mujer más de la ciudad, quizá una de tantas viudas que la guerra había dejado en su camino. Pero una segunda mirada me hizo ver que era extranjera. Era curioso, porque aún no había empezado la época en la que los turistas acudían a disfrutar no sólo de los encantos monumentales sino también y especialmente a bañarse en las aguas del Adriático. De hecho, pensaba que era el único extranjero que había llegado a alojarse en los semivacíos hoteles. Me recordó las historias que circulaban sobre los años de entreguerras, cuando la ciudad se parecía, especialmente en verano, al Tánger internacional de los años veinte y treinta: príncipes europeos, banqueros de uno y otro lado del Atlántico, generales golpistas o leales alrededor de embajadores asimismo leales o golpistas, magnates, artistas bohemios, algunos revolucionarios y antifascistas locales camino de la guerra de España y, más tarde, refugiados del ELAS griego que habían escapado de las fuerzas inglesas por las montañas de Albania o Macedonia.

Un poco por casualidad, sin saber muy bien cómo empezar, entablamos conversación. Sentada a la orilla de la playa urbana, casi desierta. Se me antojó un poco, por un momento, como esas ballenas que guiadas por su instinto se dejan arrastrar por la corriente para terminar sus días en una playa, para sorpresa de los autóctonos y entre esfuerzos titánicos por evitar el desenlace en sus costas. Siempre he creído que aquella forma de morir tenía algo de dignidad, como una vuelta a casa. Tonterías que se me ocurren.

“En realidad es un poco así”, me contestó, sorprendiéndome. “Me he dado cuenta de que no tengo mucho tiempo de vida por delante y me gustaría pasar aquí el que me quede.”

No había nada de trágico en aquellas palabras. Estaba convencida de ese hecho, como si la atravesara algún tipo de confirmación dolorosa. Parecían constatar un hecho y la toma de una decisión. Si había sido feliz o se sentía especialmente atraída, enamorada por decirlo así, de un lugar concreto, era mejor acabar sus días en él antes que en cualquier otro sitio, a disgusto, incluso en el entorno conocido y ritual. Le comenté, bromeando, la mala calidad de los hospitales del país aun cuando se hubieran recuperado de los estragos bélicos. Decidió obviarlo: ¿para qué preocuparse de sábanas de satén o agujeros de bala no reparados llegado el caso?

Dejamos de lado el tema y nos sentamos en una terraza del paseo marítimo, en los bajos de un edificio de construcción veneciana cuya decadencia tras los años de la guerra era patente en las tablas de madera que cubrían, todavía hoy, alguna que otra ventana. Pasó a contarme su historia.

Comenzó comentando que no podía definirse como de un lugar determinado. Sus padres pertenecían a nacionalidades distintas, el padre era funcionario diplomático, y ella había nacido en un país distinto al de su nacionalidad y pasaporte. Además, desde su infancia había estado viajando y cambiando casi constantemente de lugar de residencia, lo que le ayudó a considerarse como hoy se dice “ciudadana del mundo”. “Aunque a mí”, comentó, “me parece un poco devaluada y cínica la expresión. Me gusta definirme como ciudadana con pasaporte Nantzen, el pasaporte de los que tenían el estatuto de apátrida. A fin de cuentas, ¿cuál es la mía?”

Le comenté que aquel pasaporte lo poseían especialmente aquellos que estaban perseguidos por razones políticas, por lo que añadió que muchos de sus tumbos por el mundo estaban relacionados con cuestiones políticas, aunque en realidad no había estado perseguida por ese motivo por un determinado gobierno.

– Mí política se define mediante un punto en particular: que los seres humanos puedan vivir con dignidad. Esto, que parece obvio, tiene un desarrollo complicado.

Por cuestiones distintas, los dos habríamos podido coincidir en la misma época si yo hubiera nacido antes y hubiera desarrollado mi profesión en los años en que ella era una joven trotamundos.

– Una de las pocas conexiones que encuentro entre la época actual y la de mi juventud es que también hoy veo muchachos y muchachas que llenan una mochila y, con ese equipaje tan poco numeroso, que a personas como usted o como yo nos parecería escaso, se van de viaje. Quizá vayan a descubrir cosas a las que iba a buscar yo por entonces, o simplemente a disfrutar en sus días de descanso. En cualquier caso, es una forma de viajar que se está perdiendo: hablar, buscar a personas, más que fotografiar lugares y dejar constancia de que se ha estado en el país equis o la ciudad y. El mundo se hace global, cierto, pero tengo la impresión de que la mayor parte de los viajes se hace en torno a los mismos sitios. Más que obedecer a los gustos propios, o al impulso del corazón, parecen decisiones impuestas.

Coincidía con ella en cierto modo, a pesar de la diferencia de edad. Sabía que seguían estando los funcionarios de aduanas corruptos, los peligros de un navajazo en los barrios turbios de cualquier ciudad desconocida o la maldición de Moctezuma en México por culpa de los excesos gastronómicos. Pero, aunque las distancias parecían haberse acortado gracias a medios de transporte más rápidos y seguros y la facilidad de llegar a destinos antes sólo imaginables en las novelas de Emilio Salgari o Daniel Defoe, hasta los destinos exóticos se buscaba la asepsia de lo conocido: hoteles estandarizados de desayuno continental, restaurantes franquiciados, franquicias también de moda internacional…

– No hay rincón del mundo – añadió – donde llegar con un auto, por muy desvencijado que esté, y en el que los chiquillos, igual o más pobres que hace treinta o cuarenta años, salgan al camino para ver quién es el que llega, saludarlo o verlo con curiosidad. Deben estar tan acostumbrados a las putadas del hombre blanco que lo raro es que, entre su desconfianza y lejos de la vieja hospitalidad, no acaben hundiendo flechas en la carrocería.

– Habla con un tono muy pesimista, ¿no cree que exagera? – observé.

– Ojalá fuera exagerar, o que fuera sólo cosa de mi edad y de mi incapacidad para entender las cosas de hoy. Pero creo que va a ser eso lo que me acabará matando: mi pesimismo. Mientras he mantenido el optimismo, he conservado el rostro firme y el alma serena. Debió verme de joven. O mejor, le voy a enseñar una foto.

Extrajo de su cartera una fotografía antigua, en blanco y negro. Reconocí París, en el mayo de 1.968. El Barrio Latino lleno de una multitud de jóvenes, posiblemente estudiantes de la cercana Sorbona, rodeando a una muchacha de pelo moreno, gafas de montura redonda, abrigo afgano y pantalones de pata de elefante. Sonreía de modo coqueto a la cámara, de un modo luminoso, como ahora hizo al recordar el modo en que se hizo la fotografía:

– Marchábamos directos a una columna de gendarmes equipados con elementos antidisturbios. Justo después de que el amigo que me tomó la foto la hiciera, los policías comenzaron a cargar. No sé cómo salimos enteros y con la cámara intacta.

– ¿Qué hacía por entonces en París?

– Preparaba mi tesis doctoral: “Literatura y acción política en la Europa de entreguerras: las obras de los brigadistas internacionales.”

– ¡Caramba!

– Por entonces, tras licenciarme en Literatura en la propia Sorbona, había comenzado a trabajar en la editorial Gallimard y a colaborar con las publicaciones de exiliados portugueses, españoles, griegos que estaban en París. Así que pensé en hacer la tesis sobre ese tema. Hubo muchos intelectuales, no sólo antifascistas extranjeros respecto de la guerra de España (los Hemingway, Malraux, Orwell, Koestler, Neruda, Pablo de la Torriente, los católicos franceses Mounier, Bernanos y Maritain), sino personas amenazadas por los totalitarismos de entreguerras cuyas opiniones fueron silenciadas, tuvieron que exiliarse o mantuvieron escondidas sus opiniones. Thomas Mann, Sigmund Freud, Gramsci, Irène Némirovsky y hasta Pessoa respecto del salazarismo.

– Se ve que le interesa el tema.

– Por supuesto. Hay muchos autores con cuyas opiniones no estoy de acuerdo, gente que incluso considero nos ha metido en estos líos de ahora con sus teorías sobre la bondad del neoliberalismo. Pero eso no implica que vaya a montar una hoguera gigantesca con sus obras, como los nazis hacían en Nuremberg.

Pasó a contar sus experiencias parisinas. Mayo del 68 y la primavera checa significaron un punto de inflexión, aunque no trajeron la revolución europea y quedaron luego enterrados bajo el peso de quienes presumían ante sus hijos de haber estado allí y les instaban a seguir su ejemplo, sin darlo en el presente ni en el pasado reciente. El aplastamiento de la revuelta húngara del 56, violento y feroz, significó que los soviéticos no se arriesgarían a repetir el mismo error en Praga cuando se anunció allí el “socialismo de rostro humano” y las medidas liberalizadoras que suscitaron el entusiasmo de la gente. Pero las esperanzas de que los rusos no intervinieran fueron demasiado optimistas. Quedó sin embargo el espíritu de oponerse: los checos se subieron a los tanques, los lemas franceses (“Prohibido prohibir”, “Bajo los adoquines está la playa”, “Seamos realistas: pidamos lo imposible”). Fue buena la organización de comunas que se implantó en una Francia hasta entonces pacata; fue malo que los alemanes del Oeste organizaran la Fracción del Ejército Rojo.

– No se había perdido del todo el espíritu salvaje de liarse a adoquinazos con la policía. De todos modos, hubo cosas hermosas: lemas, comunas, panfletos, manifestaciones y proclamas por la descolonización, contra la guerra de Vietnam, contra Franco, contra Salazar… Sucedían cosas, y queríamos estar presentes, empujando a favor o en contra.

– Como en “L’Estaca”.

– ¿Perdón?

– Digo que como en “L’Estaca”, la canción de Lluís Llach, el cantautor catalán, ¿la conoce?: “si estirem tots, ella caura, que molt de temps no pot durar…”

La conocía. Aquella época, en París o en cualquier lugar con pulso libertario, dedicaba mucho tiempo a las canciones de autor: Moustaki, Brassens, José Afonso, Luís Cilia, Chico Buarque, Caetano Veloso, Silvio Rodríguez, Franco Batiatto, Serrat, José Antonio Labordeta, Víctor Jara…

Con Víctor Jara, saltamos a Chile. Para eso nos desplazamos a otro punto de la ciudad. Caminamos por la parte monumental, la ciudad baja y apegada al mar. Sus restos venecianos, arreglados inmediatamente tras la guerra, tenían ahora una imagen muy distinta a la que recordaba de las noches de bombardeos y fuegos cruzados entre nacionalistas y fuerzas federales, antisecesionistas. Recuerdo el olor de los restos carbonizados tras una noche de bombardeos de la aviación y la marina federales: daban ganas de vomitar. No era el puro olor de edificios caídos y cuyos escombros habían ardido largo rato. Debajo había personas que no habían podido acudir al refugio y se habían calcinado. A veces vivas.

– Usted ha visto horror aquí, por supuesto, el horror más desagradable que puede sacudir una nación: una guerra civil. Pero a mí el horror me ha tocado de cerca. No se trataba de personas que no había tratado o sólo de un modo superficial. Amigos, casi hermanos, estudiantes latinoamericanos de la Sorbona que se adhirieron a la izquierda y vivieron con entusiasmo el ascenso al poder del doctor Salvador Allende. Muertos, torturados, golpeados y vejados en su propio cuerpo o en el de sus parejas, contemplando impotentes y hastiados de miedo como su sueño se rompía en pedazos. El palacio presidencial de La Moneda bombardeado. El presidente de la República dirigiéndose al país a través a través de una emisora a punto de callar, como si fuera una voz clandestina, una radio pirata. ¡Chile era la democracia modelo de América del Sur! Algo semejante a que los militares se hubieran sublevado en el Reino Unido.

– Me hago a la idea.

– No, mi joven amigo – decía negando con la cabeza –. Admiro que trate de entenderme, incluso que se haga cargo del dolor que me invade cuando le hablo de un país donde tenía tantos amigos. Pertenezco a una generación que escuchó el relato de la muerte de Patrice Lumumba, un presidente del Congo al que el gobierno belga y el francés no dejaron actuar porque era un peligro para sus intereses, promoviendo la independencia de la zona minera de Katanga para derribarle del poder. Con Allende pasó algo similar, con la diferencia de que estuve en Chile y viví aquellos acontecimientos. Había llevado su mensaje por el país, en tren, escuchando, proponiendo. Un burgués como él podía haber hecho carrera en los radicales, los democristianos o los liberales, pero escogió el socialismo y la Unidad Popular, desplegando el entusiasmo y la hostilidad al mismo tiempo. Quería que la riqueza y la justicia llegaran a quienes no tenían nada. Y ahora, ¿qué ha sido de su país? Las diferencias sociales han aumentado gracias a Pinochet, cuyo milagro económico neoliberal es una fachada que esconde el horror de su reinado y aquellas injusticias.

– Seguramente ahora se esté riendo, donde quiera que esté, de lo que está pasando con el juez que quiso procesarle por crímenes contra la Humanidad.

– ¿Garzón, el español?

Asentí. Callamos, recordando esas ilusiones perdidas transmitidas por las últimas palabras del presidente Allende en Radio Magallanes, las novelas de Antonio Skármeta o la sobrina de aquel, Isabel Allende, o el filme documental “La batalla de Chile”, una batalla donde las armas que opusieron los incondicionales de la Unidad Popular fueron la confianza inquebrantable frente a las estrecheces y los boicots patronales, antes de aquel once de septiembre, pronto olvidado por la urgencia de otro igual de apocalíptico.

Con ese regusto en el paladar, amargo y concentrado como un café turco, la ciudad contribuía a movernos por el pasado. Su quietud y conservación renacentista, como si en su decadencia elegante hubiera quedado detenido el tiempo, facilitaba movernos entre los terrenos pantanosos de una memoria a veces frágil, y otras, poderosamente próxima.

Al año siguiente, mil novecientos setenta y cuatro, pasados algo más de siete meses, la triste primavera austral trocó papeles en la feliz primavera en un lugar inesperado del hemisferio septentrional. Portugal era tenido, sabiamente mantenido así por parte de su gobierno despótico, como un país donde no ocurría nada interesante desde los tiempos en que la Virgen de Fátima se apareció a los tres pastorcillos a principios de siglo. Allí se renovó la esperanza. Un terremoto se llevó por delante, en la Lisboa que sufrió el gravísimo sismo de 1.755, lo que sobraba y estorbaba en el país: la dictadura salazarista.

– La verdad es que no esperábamos nada de Portugal. En realidad, yo no esperaba nada del año setenta y cuatro. Seguía bajo el choque de lo que había pasado en septiembre en Santiago. El trasiego de refugiados chilenos a Europa, entre los que se contaban algunos amigos que no volverían, ocupaba buena parte de las noticias que nos intercambiábamos los viejos miembros de la comuna parisina. Por entonces, había obtenido una plaza de profesora en la universidad de Roma, y trataba de olvidar aquel descalabro. Cuando ocurrió la entrada de los rusos en Praga, yo era bastante joven y estaba metida de lleno en los acontecimientos de Francia. Fue después cuando nos dimos cuenta de las semejanzas con el caso de chile y lo que hubiera supuesto para todo el Este que los soviéticos hubieran dejado en paz a los checos. Pero, ahora me doy cuenta, aquello era mucho suponer…

– En cierto modo – comenté – fue lo que el Oeste no dejó hacer a Portugal cuando tuvo lugar el 25 de Abril.

– Sí, es cierto. Tampoco a Chile, si se fija. Chile era parte del patio trasero de los Estados Unidos y Allende, al contrario que Castro en Cuba, no se declaró prosoviético y estaba convencido de alcanzar el socialismo por vías legales. Quizá por eso les asustó más. La solución: quitárselo de en medio presentándolo como un marxista, segando por mucho tiempo cualquier anhelo de experiencia socialista, fuera democrática o revolucionaria, en el país. ¿Sabe que incluso hay gente de la UP que opina que Allende no desarrolló un programa revolucionario? Si pensamos que, según esta tesis, su programa era reformista, el nivel del crimen es aún mayor.

– No lo dudo. Pero pasemos a Portugal – cambié de tema – ¿cómo recibió la noticia?

– ¡Oh, por favor, me estaba alejando de nuestro tema, perdóneme! – se disculpó –. Le va a parecer que soy una mentirosa, pero yo estaba en Lisboa desde el día 23 de abril. ¿Se fía de mí?

Me sorprendió la pregunta.

– ¿Por qué no? Es decir, podría fiarme de usted igual que podría no hacerlo. No tengo motivos mayores para no creerla que para creerla.

Sonrió.

– Bueno. El caso fue que, de los tiempos en que mi padre era funcionario diplomático, entabló amistad con un antiguo conspirador republicano, descendiente de aquellos “carbonarios” que en 1.910 derribaron a Manuel II, el último rey de Portugal. Mi padre se las apañaba muy bien para que, al tiempo de mantener una sólida reputación con los gobiernos ante los que estaba acreditada la legación, trabara amistades con los revolucionarios y opositores a los regímenes políticos de esos mismos países, regímenes manchados más de una vez de dinero o de sangre ajena. Este hombre vivía en Oeiras, una pequeña población cercana a Lisboa, ajeno a la política portuguesa, si tal cosa existía más allá de la camarilla de Caetano y la “brigada del reumatismo”. Se puso en contacto conmigo para comunicarme que se estaba muriendo y recordándome los tiempos de mi niñez en Lisboa, el cariño que me tomó – lo cual era cierto – durante la estancia de mi familia allí y que tenía que ir con urgencia. No supe que quería de mí, pero la noticia de su pronto fallecimiento y los encantos de Lisboa, aun con aquel régimen de orates, me acabaron convenciendo.

– Y se topó con la revolución.

– Pero hay algo antes: al llegar a Lisboa y a su casa, me recibió su hija Isabel, con quien jugaba de pequeña y a quien no había visto desde hacía muchos años, y que me puso al corriente de todo. Don Martinho, que así se llamaba su padre, estaba muy inquieto desde hacía unos días. Cuando estuvimos las dos con él, nos dijo que poco antes de caer enfermo había estado paseando por los jardines de Ultramar, frente al monasterio de los Jerónimos, en Lisboa. Allí había visto a un mayor del ejército, veterano de la guerra en las colonias, llamado Otelo Saraiva de Carvalho, repartiendo ejemplares de un periódico afín al régimen con aspecto de conspirador a otros tipos con el mismo aspecto de militares que el propio Otelo.

Reí. Conocía aquella historia. Saraiva de Carvalho fue el jefe del COPCON (Comando de Operaciones en el Continente) y quien, desde el puesto de mando del cuartel de Potinha, al lado del estadio de fútbol del Benfica, junto con otros miembros del MFA, coordinaba las acciones que los revolucionarios desarrollaron en la capital portuguesa. Lector de la obra del independentista guineano Amílcar Cabral y consciente de lo inútil e injusto de continuar la guerra colonial y la opresión de la dictadura, Otelo había comprado numerosos ejemplares del diario “Época” e introducido en ellos el plan de operaciones, repartiéndolo entre los conjurados. Era lo que había presenciado aquel amigo de mi acompañante.

– Así es. El caso es que, en ese momento, no sabíamos a dónde quería ir a parar. Le preguntamos que cómo sabía quién era ese militar. “¡Lo reconocería entre mil!”, exclamó. “Siendo cadete, Otelo de Carvalho entró en un brindis con el que un grupo de republicanos celebrábamos el 5 de octubre, el aniversario del derrocamiento del rey”. “¿Y?”, le preguntamos, casi a dúo, Isabel y yo. “¡Está muy claro!”, bramó, para añadir en voz más baja: “Va a haber un golpe de estado, como en la intentona fallida de marzo en Vilafranca. Pero esta vez va a ser de veras. Glorioso. Va a salir adelante. Este gobierno podrido de fascistas y generales con reuma se va a ir al carajo. Si está ese muchacho, ¡saldrá adelante!”. Parecía tan entusiasmado como cuando, en su juventud, se proclamó la República en España, se tomó la fragata portuguesa, se presentó el general Delgado a las elecciones. ¡Un poco más y se va él a un cuartel para alistarse! – Rió, pero al momento se puso seria –. De inmediato, se revolvió en el sillón y se puso a toser, cada vez más fuerte y descontrolado.

– ¿Qué pasó entonces?

– Casi al borde del ahogo, dijo “¡Tenéis que estar allí para verlo! ¡Id a Lisboa, no os lo podéis perder!” Y se murió.

– No me lo puedo creer.

– ¡Se murió! Por un lado, en ese momento tenía una terrible tristeza por verlo allí, así, con su hija descompuesta por el dolor y sin poder moverse por la impresión. Pero, por otra, tenía una rabia enorme: ¿era eso lo que tenía que comunicarme? ¿Para eso había viajado a Lisboa? ¿Para escuchar el vaticinio sobre una revolución que a saber si se produciría? – y añadió, sin poder evitar la carcajada - ¡Juré que, si no se hubiera muerto, le hubiera echado una bronca enorme por haberme hecho venir desde Roma para nada!

La acompañé en su risa. A don Martinho lo enterraron en Prazéres, el conocido cementerio lisboeta, en la mañana del día 24. Ella fue a sacar el billete de regreso en la tarde del día 24 para el día 25, un vuelo que, sin embargo, no llegó a tomar porque durante la revolución no salió ningún avión. Y, a la noche, tras aquel ajetreado día, Isabel y ella exorcizaron el fantasma de don Martinho a base de anécdotas, vino verde y música de la radio.

– Isabel tenía interés en que escucháramos el programa “Límite” de Rádio Renascença. La emisora, propiedad de la iglesia portuguesa, había cambiado desde aquellos tiempos en que emitía las barbaridades que el general Queipo de Llano lanzaba desde Sevilla para aterrorizar a los republicanos españoles. ¡No imaginamos cuanto! Comenzó a escucharse, nada más empezar el programa, “Grândola Vila Morena”, de José Afonso. “Zeca” Afonso no era un cantautor al que se le diera mucho cuartel en las ondas lusas, y menos a una canción como “Grândola”, que había sido censurada por el gobierno. A Isabel se le saltaron las lágrimas. Por eso, empezamos a pensar que don Martinho tenía razón.

– No sé si me está colando una mentira, pero me gusta su historia. Continúe.

– ¿No cree en mi palabra? Mire que le estoy hablando en serio. Después le daré algo que corroborará lo que le he dicho hasta ahora. ¿Sabe la costumbre de los portugueses de sacar las colchas al balcón cuando es día de fiesta? ¡No puede imaginarse cuántas colchas vimos cuando nos asomamos a la ventana, tras la noche de sueño inquieto que tuvimos! Colchas, banderas, radios a todo trapo. El MFA había difundido el comunicado que aclaraba su objetivo de acabar con la dictadura. Isabel y yo nos abrazamos, lloramos, ¡qué sé yo! Centenares de personas iban en todos los medios de transporte imaginados desde Cascais, Estoril, Oeiras en dirección a Lisboa. Por supuesto, nos unimos a ellas.

Así, evocó los gritos en portugués, las pancartas improvisadas, las calles de la Baixa repletas, los abrazos a los soldados, los bocadillos, los cigarrillos y los claveles repartidos a aquellos muchachos por la gente entusiasmada. Los españoles, al otro lado de la frontera, contemplaban con los ojos como platos y un regusto amargo en el alma cómo los portugueses habían mandado a Caetano y a Thomas, la dupla dictatorial que había relevado al tirano de Salazar a la muerte de éste, a un retiro, puede que dorado, pero bien lejos de ellos. Al año siguiente, el asesinato sin garantías de cinco acusados de pertenecer a ETA y el FRAP, acabó con la invasión de la embajada española en Lisboa al asalto y el, apenas un poco antes, inimaginable grito de “¡Espanhois fascistas!”

– Pero ahora Portugal no puede sentir mucho orgullo de sí mismo – lamenté, recordando el rescate financiero y las protestas contra el FMI.

– Ningún país puede – respondió ella –. En otro tiempo, en esos años que he referido, tenía la impresión de que el mundo parecía moverse. Sucedían cosas. Es verdad que había dos superpotencias y que los dos bloques trataban de mantener o aumentar incluso su hegemonía, intentando aplastar a la disidencia con métodos más o menos suaves. Pero muchos creímos que se podía cambiar con esa división, con esa forma de ser: Mayo del 68, Checoslovaquia, Chile, Portugal, Nicaragua, las luchas por la independencia… claro que no todo acabó como se esperaba e incluso en otras partes fue peor, como en Argentina o en Uruguay. Pero ahora no podemos incluso ni fiarnos de la democracia. Tanto que, cuando ocurre una revuelta en algún país del Tercer Mundo, pensamos “¿Qué más les da tener democracia? Seguirán igual de mal, dominados por las multinacionales o los americanos.”

– Y por eso no se siente ya viva. Por eso ha decidido dejarse morir. Aquí.

Asintió tres veces. Tres veces me afirmó antes de que durmiera el gallo. Nos sentamos en silencio, con las últimas luces de la tarde, en un banco de la alameda que se abría al tráfico rodado y separaba la ciudad vieja de la moderna, bordeando la antigua villa veneciana. Haber llegado hasta allí era en cierto sentido alegórico, en el límite entre el viejo y el nuevo mundo, entre los recuerdos de una época de revoluciones políticas y personales y la monotonía de la actualidad, entre el pánico de los países a las agencias de la calificación o al ente invisible de los mercados sobre nuestras cabezas. El susto de cada estallido de una burbuja en la cara del más débil.

– ¿Recuerda, joven, la frase de Bertolt Brecht, esa de “primero fueron a por los comunistas, pero como yo no lo era no me preocupé”, etc.? Creo que no nos damos cuenta de que nuestro turno esta cada vez más próximo. Así, cuando nos toca, o estamos resignados o desarmados. ¿Usted cree que con esas expectativas una vieja como yo tiene alguna esperanza de entender algo, cuando he visto a tantos morir por causas que consideraban justas, celebrar, manifestar su entusiasmo o su solidaridad con los pueblos o las personas oprimidas? No, lo siento, pero no puedo seguir avanzando más.

– Por favor, no diga eso – traté de animarla, débilmente.

– Es cierto. Si me quedaran fuerzas. Pero con las pocas que me quedan, a lo más que llego es aquí y a la playa. Si alguien pudiera darme fuerzas nuevas a base de… usted me entiende, ¿no?

¿Qué podía decir? La revuelta, revolución o triunfo de alguien con el mismo carisma de Allende, Lumumba o Dubcek estaban muy lejanos. “Pero usted es joven, no se deje arrastrar por la desesperanza de alguien como yo, que no está destinada a durar.”, trataba de animarme ella.

Quizá llegara un momento en que, al igual que la señora, tuviera un rapto de dignidad o de heroísmo y decidiera irme a morir lejos de todo, a una playa querida, cuando declarase al mundo inútil antes de que él me declarase a mí como tal y sólo me quedase soñar con viejos momentos que nadie podrá quitarme y que tal vez nadie entenderá jamás cómo y porqué se produjeron y por qué estuve allí. Por eso, me limité a asentir y decirle que la entendía. Posiblemente no fue lo correcto y debí decirle que no podía rendirse, que aún le quedaba la esperanza, que toda revolución es interior, pero ¿resultaría efectivo o le estaba diciendo tan sólo palabras ya muy manoseadas? Hablaba con una persona mayor que yo, que había recorrido el mundo y con la que me mostraba de acuerdo. A mi favor no tenía ninguna prueba sobre la que asentar tal argumento. ¿Dónde había quedado la esperanza? ¿Estaba todo el mundo dormido?

Recordé una canción de Valdemar Bastos, un cantautor angoleño, “Velha Chica”. Narraba la historia de una anciana incapaz de explicar, o sin deseos de hacerlo, a los muchachos jóvenes la razón de la pobreza y el sufrimiento de su país, repitiendo siempre que ella, pequeño, no habla de política. “Quien ve ahora el rostro de aquella señora sólo ve arrugas de sufrimiento.”

La acompañé a su hotel. Parecíamos una pequeña e íntima ceremonia fúnebre. No me cabía duda de que, entre nuestro silencio compartido, la señora parecía decidida a ser una ballena destinada a morir en la arena de aquella playa adriática, como otras de la especie. Caminaba encogida respecto a momentos antes.

¿Había posibilidad de abandonar esa vía muerta en la que al parecer nos encontrábamos?

Al llegar, me dijo que la esperara en el hall. Al cabo de un rato, bajó y me hizo entrega de un voluminoso álbum de fotografías. “Son los recuerdos de aquella época. Guárdelos. A mí ya no me van a servir.”

Se encaminó hacia la playa, instándome a no seguirla, entre la oscuridad del anochecer. Dos lágrimas furtivas se me escurrieron por las mejillas. A la mañana, e inútilmente, como los dispositivos de salvamento hacían con los cetáceos varados, los sanitarios tratarían de reanimar su cuerpo inerte en un frío hospital. En su caso como en el de las ballenas, sería más bello que las personas de la ciudad se reunieran alrededor suyo, acompañándola con veneración en sus últimas horas. Son momentos difíciles y terribles, en que se unen dos voluntades tozudas: la de salvar una vida y la esa vida por alcanzar pronto el fin.

A la mañana siguiente, sin apenas haber conseguido pegar ojo, hice el equipaje, cancelé la cuenta del hotel y tomé el primer vuelo de regreso. Contra lo que cabía esperar, los periódicos locales no informaban del fallecimiento de la mujer ni de cadáver alguno encontrado en la playa. Pregunté en el bar donde la tarde anterior habíamos estado tomando café. No, allí no sabían nada de ningún cadáver ni tampoco habían visto a la anciana. ¿Se la había tragado la tierra? ¿Me había tomado el pelo? No, en el hotel no la habían vuelto a ver. Todo era muy extraño. Tenía el álbum. Y comprobé que estaba repleto de fotos, recortes de periódico, cartas manuscritas. En los lugares de los que hablamos, había estado. Me había contado la verdad.

No quise darle más vueltas. Durante el vuelo, me sumergí en un sueño reparador y extraño a un tiempo. Saltaba de país en país de forma inconexa. Cantaba la Internacional con una multitud en París, entraba en Managua con los sandinistas, me abrazaba con multitud de lisboetas en el primer Primero de Mayo libre en Portugal, subía con multitud de santiaguinos coreando “¡Allende, Allende, el pueblo te defiende!”. Canciones de Raimon en París, de Zeca Afonso en Madrid justo antes de que entrara la Policía Armada en el local del concierto, o de Georges Mosutaki en Atenas… Y, de repente, un silencio roto por el rumor de las olas.

Era el reflejo distorsionado por mi mente de aquellas fotografías, recortes e historias contadas en idiomas múltiples de las cartas y los artículos. Época de sueño para unos y dormir intranquilo para los líderes del primer mundo. Después, arrugas de sufrimiento.

Ya en casa, observé el álbum con mi mujer y ella cayó en la cuenta de un detalle en el que no había caído.

Ella estaba igual año tras año. No había envejecido.

La primera foto era de 1.968. La última, junto a una guerrillera del FSLN en Nicaragua, de 1.979. El aspecto de la señora, entonces joven, no había cambiado en absoluto pese a haber transcurrido once años entre una foto y otra. Repasamos todos los años y los acontecimientos. El mayo francés; la victoria de Allende en el setenta; con el líder guineano Amílcar Cabral en el setenta y dos; en Lisboa en el setenta y cuatro; protesta en Roma contra las ejecuciones franquistas de septiembre del setenta y cinco; con el Polisario en Argelia en el setenta y seis; finalmente, en Managua en el setenta y nueve, al final de la década.

La misma expresión. La misma mirada luminosa. Ningún signo de haberse hecho mayor. ¿Cómo podía ser? Y, ¿cómo podía ser que hubiera sumado de golpe todos los años en tres décadas? Me invadió el pánico. Aquello no tenía ningún sentido. Recordé que me dijo “mientras he mantenido el optimismo, he conservado el rostro firme y el alma serena”. Fue antes de enseñarme la foto del sesenta y ocho, la que guardaba en la cartera.

¿Brujería, magia, efecto óptico, alucinaciones? Cerré el álbum e golpe, decidido a no abrirlo jamás, a prenderle fuego, a sumergirlo en el mar. Todo antes de volverme loco.

Pensé, sin embargo, que quizá el recepcionista a quien pregunté en su hotel no la vio abandonar la habitación, haciéndolo de noche o muy temprano en la mañana. Quizá intuía algo que iba a suceder. ¿Renacía una esperanza? Independientemente de ese milagro, suceso inexplicable, de su aspecto idéntico año tras año en las fotos del álbum, tal vez la encontrara en el punto donde se produjera el suceso.

Justo entonces recibí la llamada de la agencia. Querían que cubriera lo que estaba pasando en Madrid. Manifestación masiva de jóvenes en pleno centro de la ciudad, en la Puerta del Sol. Acampada. Gritos contra el sistema económico, contra la clase política… Era un quince de mayo.

No necesitaba más pistas. Entre la multitud de jóvenes, mayores, niños, vi una muchacha en particular. Ayudaba a llevar un colchón. Sin dudar un segundo, disparé la cámara, sabiendo que era una foto más para añadir al álbum. El que estuviera allí me convenció de que, de nuevo, la máquina echaba a andar, saliendo de la vía muerta y que muy probablemente no todo estuviera perdido.

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