viernes, 2 de septiembre de 2011

VEINTICINCO METROS


Quero viver por dentro dos teus sentidos,

mesmo em sonhos proibidos descobrir a realidade.

Ser tudo ou nada, mas sempre contigo ao lado

porque me doe deste fado, de viver a felicidade.

Pois nesta vida que Deus nos deu para viver

tudo pode acontecer sem nunca haver despedida.

Kátia Guerreiro, “Ser tudo ou nada”

No podía esperar nada de aquel verano, destinado a convertirse en el peor de mi vida.

Sólo hay algo peor que no poder salir de tu ciudad en verano: no poder salir de la planta de un hospital. Más aún si esa planta es la psiquiatría, como me ocurría a mí. Tenía un pijama azul que me venía grande, las zapatillas sin cordones y muchas, muchas horas muertas entre la somnolencia y la resistencia a no concederme un solo minuto para la reflexión. Sobre todo en mi caso, pues las reflexiones solían conducir, en el mejor de los casos, a ninguna parte.

Y, sin embargo, como dijo Chesterton, lo bueno de los milagros es que a veces ocurren.

No soy una mujer religiosa. Como Javier Krahe, mi camino hace ya mucho tiempo que dejó de caer por las cercanías de Roma y ni las panzas de Lutero o Buda ni la chilaba de Mahoma me atraen lo más mínimo. Pero creo que tendré que comenzar a pensar en la existencia de los milagros.

En la de ciertos milagros. Cotidianos e invisibles.

Al igual que con los milagros, lo bueno que tienen las normas es que, se rompen de vez en cuando. Contribuyen así a crear nuevas situaciones, inverosimilitudes, accesos febriles de los que se contagia el mundo entero. Las más de las veces, se acaba mal, lo cual es también una norma. Y como esa norma está también para quebrantarla, con una ruptura de esa norma se originó esta historia.

No se puede fumar en los hospitales. Pero los pacientes de psiquiatría, como los presos de un penal, fumábamos. Éramos la excepción. No podían hacerlo las visitas. Ni el personal.

Pilar rompía la regla. Era celadora en el turno de noche. Fumábamos juntas.

La planta de psiquiatría, en lo alto del hospital, dormía profundamente, incluso su compañero de turno, al que debía afectarle sin duda una narcolepsia incompatible con su trabajo nocturno. En aquellas horas noctámbulas, de licantropías y vampiros, Pilar y yo pasábamos el rato fumando cigarrillos a medias, mirando las estrellas y la calle solitaria y contándonos nuestras respectivas vidas. Vidas de mujeres solas.

Eran noches de sucesos cualesquiera. Nimiedades maravillosas como la vida misma. Funerales con risas y bodas con lágrimas.

Pilar me llevaba cinco años. El invierno anterior había cumplido yo los veinticinco y ella acababa de alzarse sobre el pedestal maldito de la treintena. Casada y luego divorciada, su matrimonio fue muy joven y fugaz. De él nació una niña, ilusiones perdidas y sueños rotos. Nadie espera que las cosas salgan torcidas cuando se está enamorado de verdad.

Con variaciones, mi historia era parecida. No tenía las llagas de una relación rota, pero mis desilusiones me habían llevado al mismo sitio donde, ella desde el trabajo y yo desde la convalecencia, nos encontrábamos. Padecía trastornos depresivos desde hacía largo tiempo, y la cosa se complicaba más ante la falta de expectativas laborales. Lo resumía todo con la “trilogía del sin”: sin casa, sin trabajo, sin pareja. Por el día era más llevadero al someterme a actividades que me impidieran dar vueltas a la cabeza; por la noche, la soledad me hacía pensar y no dormir.

Éramos dos náufragas, dos Robinsonas sin Viernes a quienes se les hacían largos los fines de semana. Pilar, a sus treinta años, aún tenía mucha vida y su juventud intacta. Y sin embargo, aunque no se permitiera irse abajo, los días en que le tocaba jornada de mañana su imagen de fragilidad tras la bata verde era más poderosa a mis ojos que lo que percibían las miradas de los demás: la sonrisa flameante como una bandera y su gracia vivaracha.

Sólo a mí parecía permitirme acceder a sus secretos. Las jornadas de noche, entre cigarrillos y estrellas.

Por entonces, quizá por efecto de las medicinas o porque mi “trilogía del sin” había dejado de afectarme tanto, lograba mantenerme más relajada y estable, dejé de padecer insomnio y descansaba mejor. Pero, aun a riesgo de pasar el día dormida y echando cabezadas entre las comidas, seguía reservando la noche para reunirme con ella en la ventana.

Conversábamos en murmullos. Si lo hiciéramos de mañana, podrían confundir nuestras voces con el canto de un par de jilgueros enjaulados. Y tal vez esa imagen fuera una buena definición de lo que éramos: dos pájaros atrapados. Aunque, a solas, intercambiando nuestros pensamientos, nuestros sueños, nuestros miedos y nuestras ilusiones, nos sentíamos libres e incluso felices.

Desde la ventana, denominábamos con humor a la vida de abajo como “la vida real”, sintiendo que lo que vivíamos arriba, en aquella planta, era una especie de sueño, tan cerca de la oscuridad más absoluta y refugiadas entre ronquidos y respiraciones profundas. Era esa vida real como un ajetreo de hormigas, una fila india, laboriosa y mareante, de hormigas a la que no encontrábamos sentido. Nadie allá abajo parecía tener complicaciones mentales y seguían un orden racional y perfecto. Y sin embargo teníamos la impresión de que nosotras, los jilgueros enjaulados, las cigarras que observaban, teníamos más de cordura que ellos.

Era como darle la vuelta al cuento. O como las historias de cronopios y famas de Cortázar. Éramos cronopios: inclasificables, irracionales, latosas, irreverentes. O al menos eso queríamos ser. Porque, cuando pasaba la noche, todo volvía a adaptarse al modo de vida lineal y monótono de los famas.

Cada día llevaba peor el haber dejado a su hija, sola, en su isla de Ibiza y se sentía frustrada por haber pensado ingenuamente que la renovarían el contrato y podría traerla aquí, a la ciudad.

Porque no iban a renovarla, y aunque así fuera, ¿qué sentido había en romper, como había hecho ella, los lazos de familia, amigos y entorno para traerla a una ciudad insoportable? Le daba la razón. Era insoportable hasta para mí, que habiendo nacido y siendo criada en ella, era una anónima fama más en medio de un conjunto de anónimos desconocidos en una ciudad cada día más desconocida.

¿Sabes que en mi pueblo, en San Antonio, hay una cala que mide lo que este pasillo?, me dijo un día. Veinticinco metros. Se llama Cala Gracioneta.

Esa noche, me enseñó una foto de su hija en la cala. Cuando dio a luz, tenía la misma edad que yo tenía ahora. Se llamaba Neus, como la patrona de la isla, la Virgen de las Nieves. Lo cual era toda una contradicción: ¿cuántas veces ha nevado en Ibiza?

Pero a veces los milagros ocurren: Neus nació un invierno, como yo, y el día que nació cayó sobre la isla una tenue nevada. Eran pequeños copos, casi se diría que cristales. Por eso le pusimos Neus, me dijo. En realidad, fue Pilar la que decidió el nombre. Fue el primero de una larga serie de desencuentros, cada vez más intensos, con su ex marido.

Veinticinco metros. A veces no hace falta más para ser feliz. Era la longitud de la cala y del pasillo. A solas en aquel pasillo, cada día era más profunda nuestra sensación de felicidad cuando estábamos juntas. Por eso, no fue extraño que empezara a percibir mi destino unido al de ella. Casualidades, milagros, conexiones cósmicas, quién sabe. Tal vez hubo algo de eso en la coincidencia de la fecha de mi alta y la de su cumplimiento del contrato. Pasaríamos la que iba a ser nuestra última noche juntas.

Quizá nunca más volveríamos a pisar el hospital. Quizá nunca más volveríamos a vernos.

Estábamos frente a un punto de no retorno. No valía la pena hacer promesas de llamadas, cartas o visitas que no sabíamos si íbamos a ser capaces de cumplir. Sólo cabía la opción de una separación definitiva y guardar para siempre el recuerdo de aquel verano, o la más improbable de una proposición con quién sabía qué consecuencias futuras. Una certeza dolorosa o un riesgo inmensurable.

Tanteamos el terreno, buscando una vulnerabilidad en la otra por donde introducir nuestro deseo, confesando asimismo nuestra propia vulnerabilidad.

Qué harás ahora, nos preguntamos.

No sé, fue una respuesta, acompañada de un encogimiento de hombros. Regresaré a Ibiza, con mi hija, fue la otra.

Quizá vaya contigo, completé mi respuesta.

Fue como lanzar una moneda con la esperanza de que saliera de cara. Dudó unos instantes, botando con el canto sobre el suelo. Unos segundos eternos de silencio roto por los acondicionadores de aire y los lejanos motores de automóvil. Pilar aspiró el humo del cigarro, lo expulsó trémula, con ojos húmedos.

No digas quizá, respondió.

Entonces iré contigo.

Salió cara. Su mirada acuosa se derramó en dos lágrimas, y me tomó la mano. Sonrió. Nuestras lágrimas rodaron sobre la arena de aquellos veinticinco metros de pasillo.

Viajamos en ferry camino de San Antonio, donde espera una niña de cabello rubio y ojos azules. Ella significa esos cinco años de ventaja y aún no me creo, como Pilar dice, que esté cercano el día en que podamos referirnos ambas a Neus como “nuestra hija”. El futuro, mi futuro, descansa ahora entre la cala de la fotografía y un butacón de la estancia de pasajeros, donde ella duerme a mi lado. No es más incierto ese futuro en Ibiza que en la ciudad que dejé a mis espaldas. Me centro en observar el presente: se transmite por ondas leves del mar bajo la superficie del barco, a través del horizonte que surge tras el vidrio del ventanal. Las estrellas, cuando salgan, llevarán en su eco esta historia de amor nacida sin palabras de amor.

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