viernes, 2 de septiembre de 2011

CANCIÓN DEL CAMPO INFINITO


Aquela pomba tão branca todos a querem para si

ó Alentejo esquecido, ninguém se lembra de ti.

Aquela andorinha negra bate as assas para voar

ó Alentejo queimado, inda um dia hás de cantar.

José Afonso, “Cantar alentejano”

Pensó el cantor: en medio de la planicie inmensa, surgen gritos que espantan la risa de las hienas.

Se inspiró en lo sucedido en uno de aquellos campos laboriosos, casi infinitos; tan enormes que la mirada es incapaz de abarcar todo el horizonte a donde mira. En ocasiones, nadie aparece en muchas hectáreas a la redonda. Otras veces, sucede que se afanan muchos seres en pequeños terrenos, baldíos para llevar una existencia humana. Sea mucho o poco el tamaño de la tierra, siempre es por defecto la ganancia que se obtiene, aunque el trabajo siempre se realiza por exceso.

Se cometen crímenes. Es un crimen hacer que revienten costillas o riñones por jornales que causarían estupor. Es un crimen ver a hombres y mujeres que mueren en la flor de la vida, por no hablar de los niños que no crecen o que, de hacerlo, apenas sabrán leer y escribir su propio nombre el día de mañana. Hay crímenes de otra índole. Pasionales. Políticos.

Por eso, quienes pueden huyen. De la miseria, del reclutamiento, de esta guardia de curioso nombre que no obedece a los adjetivos que la acompañan. No es nacional, porque para serlo debería obedecer a la Nación y no sólo a unos pocos afortunados. Por eso mismo, tampoco es republicana. No defiende la libertad, ni la igualdad, ni la fraternidad, transformando en cómplices a los hijos de campesinos que forman aquella tropa uniformada. Sería mejor llamarla guardia pretoriana.

El cantor recordó que, en su infancia, su tío le contó el miedo, enorme y severo, que pasaron los campesinos y jornaleros de aquellas tierras cuando aconteció la guerra en el país vecino. El aire quedó enrarecido de modo literal en muchas ciudades de la planicie. Traía consigo un olor dulzón, nauseabundo, a carne humana quemada. Carne ofrecida en sacrílego sacrificio. En una ciudad de la frontera habían matado a tanta gente que tuvieron que quemar los cadáveres acumulados en las calles para evitar problemas de salud pública.

Su tío guardaba, como el recuerdo de una catástrofe natural, la crónica terrible de un periodista de la capital sobre aquellos acontecimientos. Dos hojas de periódico amarillentas, con surcos de viejas lágrimas de impotente ira. El cronista no pudo volver a ejercer su trabajo. Se exilió en Inglaterra.

Aquel diario, censurado como el resto, dejó de informar sobre las masacres y pasó a dar cuenta de las hazañas de nuestros soldados voluntarios junto a aquellos asesinos. Se reía mucho con aquel término, voluntario. La guerra en el país de al lado acontecía cuando él era apenas un niño, pero no olvida nunca el terror que le invadía al ver a los de la policía política acompañar a las mujeres católicas, “de orden”, en sus colectas “voluntarias” por los cafés, para sufragar lo que llamaban la “Cruzada” del otro lado de la frontera. Un día, un hombre quiso escapar de realizar su “aportación voluntaria” y los policías, vestidos con trajes que recordaban los de los gángsters, le propinaron un puñetazo en la boca del estómago, dejándole doblado, sin aliento, de rodillas clavadas en el suelo.

Pensaba en todo esto antes de entrar en el estudio para grabar su parte de la canción, la voz, después de que ya hubieran registrado la parte instrumental. Paseaba concentrándose entre la oscuridad del bosque cercano. Un paisaje distinto a la planicie, a los campos de olivos y encinas, de trigo y viñedos, de alcornoques y maizales; tan mal aprovechado y tan mal repartido, sin embargo, que incluso los cerdos que se criaban allí tenían una vida mejor que la de las personas. En la distancia, se sentía no obstante comunicado con el espíritu de aquel lugar lejano al que pertenecía. Era como sentirlo hondo en su interior, llevarlo dentro. Por eso quería sacarlo fuera en aquella canción.

Del suceso que evocaba, ocurrido de adolescente, mientras estudiaba en la capital, le llegaron rumores pertinaces que le hicieron saber que lo ocurrido era semejante y distinto. Decían que no fue una muerte, que fueron dos. Que, con un mismo disparo, el suelo se regó dos veces. La leyenda contó que hubo muerte simultánea de madre e hijo, pero al final se supo que la joven campesina no estaba embarazada. No importaba: aquella muerte seguía clavándose en la planicie como una daga. Miles de personas fueron al entierro. La guardia no disparó ese día: no se atrevieron. Las botas callaron su peste homicida frente al rumor sordo y laborioso de unas alpargatas de luto.

El cantor supo que era una mujer valiente. Joven y valiente. De haber estado embarazada nadie dudaba que hubiera estado presente, como hizo, en primera fila de aquella concentración de mujeres y hombres para pedir lo que consideraban justo. Al fin y al cabo, el pan del futuro estaba tan en juego como el pan del presente. Aquel sargento imbécil que habló por boca de su revolver jamás sería capaz de entender algo tan simple ante una multitud cuyas armas no eran sino sus brazos, sus piernas y sus conciencias.

Quizá nunca nadie con mando o uniforme lo entendería en aquel país.

Pensó el cantor: en medio de la planicie, extendiéndose por toda ella, se levantan voces que reclaman justicia. Antes la suplicaban. Quizá mañana la tomen por sí mismas. Mientras tanto las hienas, sin soliviantarse por esos terremotos que ocurren con demasiada frecuencia, siguen riendo su confiada prosperidad.

Cuando comenzó en su oficio, pudo comprobar de cerca la injusticia y crueldad con que regían los destinos los dueños de la nación. Su amigo pintor murió por alevosos disparos de la policía política. Su compromiso le convirtió, una noche, en las calles de la capital, en un cadáver inquietante. Los adoquines se tiñeron de vergüenza, y su sangre fue buscando el modo por el que convertirse en manantial. La forma de fluir y señalar a los culpables.

“Veleidades peligrosas”, “ajuste de cuentas entre homosexuales”, “asunto de bajos fondos”… las descalificaciones de una prensa secuestrada no ocultaron la responsabilidad final de la cuestión salvo a quienes querían ser engañados. Gracias a estos, el sistema funcionaba. Y a los disparos, las cárceles y las torturas.

Escribió, impulsado por el resorte de la rabia, una canción denunciando lo ocurrido y sentenciando a muerte a la “ley asesina” del régimen. Desafió a la censura: cada concierto se convertía en un festival de detenciones, cortes de luz, estrofas prohibidas y canto “a capella” de canciones malditas, una lista cada vez más extensa, que eran cantadas con entusiasmo por el público y aplaudidas durante minutos. Se sentía obligado a cantarlas: cada día eran recluidas y torturadas más personas en la casona de la policía política y en las cárceles que rompían el encanto de los pueblos costeros donde se situaban.

Su país era un país de taxistas y porteras que chivaban los secretos de sus compatriotas, convirtiéndolo en un miserable patio de vecindad donde no existía intimidad ni en el cuarto de baño ni el dormitorio. Hasta el jefe de la policía secreta se jactaba de que sólo había dos personas a quienes no podía detener cuando le diera la gana: los presidentes de la República y del Consejo de Ministros.

En la oscuridad de aquel bosque, recordaba la figura de su tío en las playas del sur, contándole como antes de la guerra mundial los mozalbetes de las juventudes del régimen se exhibían en la capital asaltando comercios judíos y desfilando con el brazo extendido como las de Hitler. Recordaba las historias narradas al fuego de los hogares, con lágrimas en los ojos o a flor de piel, sobre campesinos de la planicie que se marcharon al país vecino a luchar por la libertad, o que cayeron asesinados o fueron torturados cruelmente por pedir unas monedas más de jornal, y plantarse sin trabajar hasta que se las dieran. Les acusaban de “peligrosos bolcheviques”.

Así había muerto la campesina, a manos de aquel sargento armado de pistola y fusil. La considerarían una mujer muy peligrosa, una “terrorista” que pedía que los amos dejaran de enriquecerse “en la herida generosa del sudor”, como decía el español Miguel Hernández. Lo era tanto que no llevaba un arma encima, segura de poder doblar con el pensamiento los cañones de los fusiles y hacer que dispararan sobre los pechos de los agentes. El sueño de la estupidez produce muertes.

Su soledad en el exterior le permitió coger fuerzas antes de cantar. Tomó los cascos, se aproximó al micrófono y, arrojando rabia, pensamientos, dulzura, corazón y alma a través de una misma oscuridad como la que había poblado sus minutos fuera del estudio, reunió en sus cuerdas vocales el ánima de los difuntos de la planicie, en un intenso canto por aquel lugar y de aquel lugar.

Recordó esperanzas y desesperaciones, ansias de justicia e impotencias de incomprensiones, ímpetus de liberación y cadenas opresoras. Todas las contradicciones se presentaban en su emoción sonora, y por eso al terminar vio llorar al equipo sin saber por qué: si por emoción o acaso de tristeza.

Fue sólo entonces cuando, reunido de nuevo con el exterior tras acabar el trabajo, el cantor se arrodilló sobre la tierra y también lloró, doblado sobre el vientre, al saber que ya no podría luchar con otras armas más efectivas que las canciones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario