viernes, 2 de septiembre de 2011

Y NO AMANECE


Te pido perdón, aunque sé que no admitirás mis disculpas. Por innecesarias, por no saber a qué viene pedir disculpas, a estas alturas. Siempre me repites que no tienes nada que reprocharme, pero siento necesidad de hacerte esa petición, tardía a todas luces, pues tal vez así pueda conjugar, ahora que no estás aquí, el sentimiento de culpa por no haber podido, no haber sabido o quizá no haber querido (sí, no haber querido, yo que tanto te amé) haber hecho más por ti. No haber recorrido más mundo, no haberte dicho más veces lo que sentía, no haber más a menudo el amor.

No haber ido más a lo loco cuando teníamos oportunidad.

Ahora creo que no debíamos haber esperado para tener un hijo. Sé que es tarde para lamentarse, pero eso no impide que lo haga.

Hay nubes. Nubes de plomo y de lamento. Cenicientas. Sabía cuánto te disgustaban esas mañanas de nubes grises, mañanas mates en las que no llovía pero el sol no se dejaba ver por ninguna parte. Te referías a aquellas mañanas indefinidas recordando “Y no amanece”, la canción de Los Secretos, porque había en la calle, en la casa, en la gente que pasaba, un estado de alborada extraña, de somnolencia, que duraba todo el día.

En aquellos días sólo había ganas de seguir durmiendo. Y por eso me gustaban, ocurriéndome como en “La tormenta” de Brassens: la menor nube gris me llenaba de placer. Al observar el cielo encapotado a través de la ventana del dormitorio, podía hacerme el remolón, abrazarme a tu cintura y dejar que el tiempo se hiciera maleable, introduciéndose en los relojes flexibles y sin manecillas del cuadro de Salvador Dalí.

Pero hoy me traen un sabor distinto, al saber que te fuiste una mañana de esas, envuelta por una capa nubosa, color falda de colegio de monjas, en el cielo y el aire frío y seco del invierno agitando la calle por toda despedida.

Los días de nubes, los habituales pasaban bajo el balcón con andar quedo: repartidores, amas de casa, jubilados, la farmacéutica, el bodeguero, el zapatero, el pakistaní del locutorio, los niños karatekas del gimnasio, los opositores y cursistas de la academia y los dependientes del mercado intercambiaban breves comentarios sobre la vida, las noticias, los precios, los achaques, el fútbol y la pareja entre comandas, firmas, tecleos, patadas, medicinas, vasos, carros de la compra y llamadas a Bangalore, La Paz o Tombuctú. Era un mundo dentro del mundo. Resultaba imposible aburrirse apoyado en la barandilla.

Los días de sol a plomo, al igual que ocurría con las viejas señales que impedían el aparcamiento los días pares o impares, sólo se ocupaba la acera de sombra, por lo que las mañanas se curaban las enfermedades en la bodega y no comprando en la farmacia, o para coger cogorzas vespertinas se usaban jarabes de la tos en vez de cervezas, whiskys o ginebras. La academia y el gimnasio se quedaban vacíos por las pellas, y el mercado, como el locutorio, se quedaba igualmente ocioso. Con la lluvia, los debates sobre quién debía ocupar las cornisas y terrazas, la forma de llevar el paraguas que tenían las ancianas y quién había lanzado el improperio más ingenioso a los conductores que salpicaban de agua a los peatones hacían también muy amenos aquellos días.

Echo de menos esa singular ironía con que descubrías el mundo a través del balcón, y con la que desde él atrapabas la alegría que el sol y la lluvia traían consigo, cada uno a su manera, sin importarte tostarte la piel o empaparte al cabo de un rato de observación. Como sinónimo de monotonía, más que de rutina, a las que no otorgabas la categoría de sinónimos, era así el modo en que te fastidiaban los días grises. Y aún con esa pereza que contenían, eras capaz de iluminarlos con la brisa de la comedia que se encajaba en las situaciones absurdas: el claxon reclamando a un repartidor que lleva las manos ocupadas con bultos y cajas, el funcionario que baja a desayunar dos veces en una hora… De ese modo, y con calma, me ayudabas en la tarea de ponerme a escribir. No había que irse muy lejos para encontrar situaciones, personajes, ambientes.

Todo se me va a hacer muy cuesta arriba, sabiendo que a partir de ahora habré de hacer las cosas sin ti.

La calle, por ejemplo, no va a ser la misma. Lo noto cada vez que salgo al balcón y compruebo, al surgir de nuevo la mañana y faltarme tu abrazo respondiendo al mío – el calor respondiendo al calor y, como solía suceder, la excitación de los cuerpos cubriendo la atmósfera de tormentas – siempre es una mañana gris y los seres que habitan la calle se hayan envueltos del mismo material plomizo de esa mañana. Algo les impide expresar cualquier cosa emotiva a través de sus viejos chascarrillos, sus expresiones y diálogos cotidianos. Sus gestos se vuelven, a mis ojos, lentos y pesados. Siento como si se petrificaran. Incluso yo me petrifico, sin que nadie me vea desde esta altura escasa, estos tres pisos que nos separaban del suelo.

Desearía que no hubiera pasado, echar hacia atrás uno de esos relojes que parecían de plastilina y haber impedido de algún modo este desenlace terrible. Que, como en la canción de Los Secretos, hubiera sido sobre mi espalda y mi cara donde ya no penetrasen más los amaneceres.

Amaneceres acuáticos de Samos, Dubrovnik, Bretaña, San Francisco. Amaneceres imposibles de los días eternos de Reykiavik, donde acostarse era más una obligación horaria que una necesidad, especialmente tras una noche de juerga por el centro de una ciudad tan desconocida como animada. Amaneceres de espaldas al sol en Lisboa, Tánger o Cerdeña. Se podría escribir una guía de viajes con los amaneceres que he visto a tu lado.

Siempre, en casa o de viaje, te las arreglabas para que el sol acabara entrando por la ventana y saludándote al alba con un cosquilleo en el rostro. Yo siempre amanecía de espaldas a él, o frente a ti, que siendo lo mismo es una forma de decir que también tenía el sol de cara. En los lugares cálidos, el sol descubría tu propio paisaje como un territorio a cartografiar: la desnudez de tu cuerpo, a través de una luz filtrada por las cortinas, aclarándose y oscureciéndose en diversos puntos, dibujando curvas sobre otras curvas. Era hermoso despertar y admirar a la maja de Goya. Tiempos felices en California, Grecia, Baleares.

Tiempos lejanos, pese a ocurrir anteayer.

Desganado, me obligo a desayunar, ducharme, vestirme. Todo lo hago con escasa convicción. Recurriendo a los clásicos de la literatura, no exagero cuando pienso “Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento”. Casi de un día para otro: ¿por qué todo tan rápido? Si me hubiera dado tiempo a hacer más, ofrecerte lo que estuviera en mi mano (buscar paraísos perdidos; bailar un tango, quizá el último, en París o en Buenos Aires, en lo de “El Chino”; ver las películas que nos faltaban por ver o rememorar las que nos emocionaron; releer “Las Mil y Una Noches”; practicar todas las posturas del Kamasutra; montar una fiesta colosal con nuestros amigos de siempre) lo habría hecho sin perder un segundo. Todo, quizá en vano, para arrancarte de los brazos de quién te llevó consigo, demostrándole que se equivocaba al llevarte.

Pero la muerte no perdona a nadie. Te ahorró sufrimiento, es cierto, pero me lo aumentó a mí, que no pude estar más contigo.

Más que un diagnóstico aquello parecía una sentencia de muerte. Apenas podía parar de llorar, pero recuerdo que tú, casi desde el principio, lo tomaste con entereza. Nos dijeron que podía ser cuestión de días o de meses. Fue de lo primero. Un craso error de la naturaleza humana. De la muerte. O de la vida. Qué sé yo.

Me decías que no fuera egoísta. Habías vivido con plenitud, aunque tu vida hubiera sido corta. Muchos morían sin haber vivido lo que nosotros, haber estado donde nosotros habíamos estado y haber hecho las cosas que nosotros habíamos hecho. Y recuerdo que dijiste: “quién podía asegurar que el futuro podía ser igual de bueno conmigo que el pasado”. Pero yo no quería creer en aquel fatalismo, me rebelaba contra él. Pasamos unos primeros días horribles. Al final, acabé dándote la razón: ¿de qué servían los dramas?

Sabías cuando iba a ser porque ese día amanecerías (o, mejor dicho, no amanecerías) de espaldas al sol. Quizá fue una señal que ese día hiciéramos el amor, suavemente, con dulzura, pero con pasión también, vencido por fin el temor que tenía a hacerte daño. Pensaba que ibas a escaparte entre mis dedos si te tocaba. Qué doloroso era pensar que en cualquier momento podías romperte, como una muñeca de porcelana, y pensar que podía ser el culpable de haber anticipado el final. Me clavabas las uñas en la espalda, instándome a no ser tan timorato. Me costó, pero lo hice. Y fue hermoso.

Nunca había visto morir a nadie, pero estoy seguro de que nadie lo hizo nunca con una expresión de serenidad mayor en el rostro. Era como si, a pesar de tu cuerpo frío y el color morado de tus labios, todavía estuvieras dormida. De espaldas al sol. El espejo de la pared, donde días antes observaba tu cuello y la caída de tu pelo, dejaba ver tu cara, ya sumida para siempre en el sueño. Fue, no lo dudo, como dijiste, un sueño sin problemas, despreocupado, acordándote de mí. Observaba mi sol apagado en el espejo, murmurando tu nombre a cada beso, a cada lágrima.

Me atrevo, ahora, cuando tus cenizas han volado sobre el lugar donde naciste, a sentarme a escribir para exorcizar un presente también ceniciento y hacer que no se marchite tu recuerdo. Quizá hago mal al querer encerrar nuestro amor en apenas unas pocas cuartillas de papel. Tan sólo lo describo de forma somera, como un paisaje reflejado en un cuadro. Nada alcanza para contarlo entero. Es un recuerdo que vuela alto, como las gaviotas sobre los puertos o las notas de Los Secretos, que se mezclan, saliendo de la minicadena, con las gotas de una fina lluvia (sí, ha roto a llover). Al caer a la calle, suenan como un canto derramado por ti.

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