sábado, 3 de septiembre de 2011

LA CASA DEL SOL NACIENTE



There is a house in New Orleans,
they call The Rising Sun,
and it’s been the ruin of many poor boy,
and God I know I’m one.


The Animals, “The House of The Rising Sun”


Aquella vieja casa no me daba miedo pero, como ocurría con las cosas que tenían ese punto de decadencia y abandono, ejercía sobre mí una poderosa fascinación que se acercaba a ese estado tan parecido al que provocan los objetos por los que se siente recelo.
Mezcla de atractivo y repulsión a un tiempo, aumentada por las historias que se contaban de ella. Y siempre, como decía Wilde, ganas de vencer a la tentación cayendo en ella.
La casa se había construido en los años mil novecientos veinte. Era un ejemplar de la arquitectura modernista típica de la región. Más bien, de los pocos que quedaban. Las últimas especulaciones inmobiliarias no sólo estaban afectando al paisaje y devorando kilómetros de costa y arboleda, sino que además hacían desaparecer las construcciones más típicas, cuyos dueños dejaban que se fueran al traste al no poder asumir el coste de su rehabilitación o entusiasmados ante la perspectiva de pingües beneficios. Por qué esta situación era admitida por las autoridades, dejando que se volatilizara el patrimonio histórico, era algo que nadie se atrevía a explicar por temor a alterarse la sangre.
Igual sucedía al explicar por qué aquella casa sí seguía en pie. Voces agoreras y un poco estúpidas pidieron que se echara abajo.
Su aspecto exterior, pese al esplendor de épocas pasadas, no era nada saludable. Ventanas sin vidrios, postigos carcomidos, gatos habitando sus rincones. La maleza invadía el jardín, en otros tiempos, no muy lejanos, había sido un vergel mediterráneo con huerta y naranjos. La verja que circundaba su perímetro estaba oxidada en unos sitios, cuando no rota en otros.
En su época hippy, porque tuvo también una época hippy, la llamábamos “La Casa del Sol Naciente”, aunque nunca supimos a ciencia cierta si con ello homenajeábamos a The Animals o a Bruno Lomas, que la versionó en castellano.
Desde su altura, sobre uno de los montes que rodean el pueblo de mi infancia, puede verse de forma privilegiada la bahía y el puerto, el monte vecino, la carretera que circula sinuosa por sus laderas y la extensa bóveda celeste. En apenas diez minutos, uno podía plantarse en la playa y, al mismo tiempo, se encontraba lejos del pueblo y su ajetreo veraniego.
Rodeada por los pinos, los naranjos silvestres y las sabinas, era una casa fresca y solariega desde la que se dominaba aquel pequeño orbe escondido entre montes, acariciado por las brisas del migjorn, húmedas de sal y mar, o los malos augures de la tramontana, tiempo de reunirse ante el fuego y esperar a que amainasen las tormentas.
Y es que, sobre tormentas de tramontana, aquella casa conocía algunas especiadas de leyenda. Éstas impedirían, contra los deseos de algunos, hacer su entrada a las piquetas para echarla abajo. Nadie quería comprar la vieja edificación ni levantar una nueva sobre un terreno dotado de maldiciones, a las que gran parte de los habitantes del pueblo daban aire para que no se perdiera algo que formaba parte de su memoria colectiva. Para ellos no todo en esa memoria era oscuro y quizá por eso deseaban que la casa siguiera en pie y que no se borrara su recuerdo a base de buldózeres.
Levantó y poseyó la casa una familia de ricos propietarios naranjeros. Vivieron en ella hasta que comenzó la guerra civil. Sintiéndose amenazados, pidieron al alcalde republicano de entonces que intercediera por ellos. Acompañados por una patrulla de guardias de Asalto que les acompañó a la capital, pudieron embarcar a Italia, apenas un poco antes de que llegara un grupo de milicianos de la CNT.
De otros puntos de la provincia llegaban los ecos de la pólvora. Milicianos enfrentándose a los requetés carlistas y los jóvenes de Falange, sometiéndolos y fusilándolos. Gentes de derechas que caían. Colectivizaciones. “Verano revolucionario” se le llamó a aquel período. En el pueblo, la revolución se centró en colectivizar las actividades de la pesca y la huerta. Nadie murió ni mató, salvo en el frente o en los bombardeos de la aviación italiana. En la casa, un grupo de mujeres puso una bandera rojinegra y un cartel en la balconada en que se leía “MUJERES LIBRES”. Eran feministas. Y ácratas.
Cuando terminó la guerra, los falangistas instalarían su centuria después en la casa, más por razón simbólica que práctica. Entre la franja ancha del mar y la cada vez más estrecha de la tierra que tenían en sus manos los republicanos, la esperanza de escapar se convirtió en vana. Al mismo tiempo que la tricolor dejaba de ondear en el balcón del ayuntamiento, los milicianos, el alcalde y los concejales republicanos fueron acusados de faltas tan sumamente graves que acabaron con sus vidas. No se salvaron tampoco aquellas mujeres. Fusilados todos ellos contra la tapia de la casa y arrojados después por el acantilado contiguo.
Cuando por fin fueron encontrados los propietarios, estos nunca quisieron regresar a la casa. Conocieron los hechos. Las huellas de los disparos y la sangre vertida en sus muros. A pesar de eso, los “falanges” se desplazaron al centro del pueblo. La casa quedó abandonada.
Al nacer los años cincuenta, un grupo de mozalbetes, queriendo desafiar los miedos y supersticiones de la posguerra o simplemente el hambre acusada de aquella época, desoyó las prohibiciones de no subir hasta la casa. Decían que allí se venían escuchando voces desde hacía tiempo, que estaba ocupada por los espíritus de aquellos “rojos” fusilados en el treinta y nueve. Como sucedía con el Sacamantecas o la Santa Compaña, nadie sabía de dónde procedía ni quién había extendido tal rumor.
Las flores de los almendros y los naranjos dibujaban idilios en el aire, y el jardín, en estado salvaje e iluminado por el sol de la primavera, no hacía sospechar nada extraño en la semioscuridad del interior.
Los niños encontraron viejos afiches falangistas tirados en el suelo, entre el polvo y la suciedad, e incluso una raída bandera con el yugo y las flechas estaba volcada, de modo infame, sobre un charco en el que se acumulaba para beber una familia de ratas. Todo reflejaba el aspecto de una estampida desordenada más que el traslado ordenado en dirección a una nueva sede.
Los críos oyeron voces, pero no identificaron rostros. El pánico no les dejó tiempo para hacerlo. Salieron en tromba de la casa, creyendo que allí estaban aquellos espíritus de los que se hablaba, vagando como alma en pena. Aquellos “rojos” que habían matado cuando alguno de ellos ni siquiera había nacido.
Sin embargo, la realidad era otra. Los falangistas no se habían desplazado: habían sido expulsados, pero no por los espíritus, sino por las escaramuzas del ejército guerrillero del Levante en el cuarenta y tres. Un tiroteo acabó con la vida de cuatro “camisas azules” y la ocupación de la casa por los “maquis”. Con el rabo entre las piernas, los falangistas se desplazaron al pueblo. Y durante un tiempo los guerrilleros y la guardia civil estuvieron jugando al ratón y al gato. Aquel mismo año, la familia propietaria de la casa había muerto en el fuego cruzado de un combate entre alemanes y partisanos en el norte de Italia. Era falso lo que se contaba acerca de que no hubieran querido regresar: es que ya no podrían hacerlo.
Como si la sangre llamara a la sangre, el descubrimiento de los niños llegó pronto a oídos de la guardia civil. Se encontraron a doce guerrilleros en la casa. Habían sido soldados republicanos que prefirieron lanzarse al monte antes que entregarse a la justicia de los vencedores. Los condujeron a la capital y fueron ejecutados a garrote vil. Las familias de los niños recibieron como premio raciones de comida gratis, sin coste para sus respectivas cartillas. Pero a ellos les quedó un complejo de culpa que les duraría por el resto de su vida. Tan pronto pudieron abandonaron el pueblo, amargados por el recuerdo.
Por entonces, yo no levantaba un palmo del suelo ni acababa de abandonar el pecho materno como medio de alimentación. No era edad para tener conciencia ni asombro de unos sucesos que ensombrecían un lugar por otro lado hermoso para el visitante.
Poco a poco, se descubrió esa otra cara y llegaron los vientos del turismo. Con ello se desempolvó el pueblo de su pobreza y fue perdiendo el poso de tragedia que lo había ido envolviendo durante una larga década, recluyéndose en aquel rincón cada vez más difuso que se mantenía apenas como curiosidad, como un torreón del Papa Luna. La vida fue haciéndose más alegre, los bolsillos se llenaron de monedas y las casas de comodidades. Aun cuando se pagara un precio que nadie quería medir por perder espacio de bosque, huerta y naranjal, o porque el gris continuara, al irse los turistas, en el mar y en el traje de los policías.
Eran tiempos de escuela vigilada por los curas y las monjas, según los sexos; de balonazos en la cara de los “gafotas”; de cromos de Marcial, Gento, Marcelino, Iríbar, Melo y Rogelio; de estados de excepción en Asturias y las “Vascongadas” y nuevas subidas al monte, esta vez para espiar a los hermanos mayores quienes, picados por el gusanillo de la juventud, el aroma del azahar y la voluptuosidad de nuestra, a pesar de todo, pacata educación sentimental, practicaban sus primeros encuentros sexuales. Rara era la clase que al día siguiente no tenía a sus alumnos con un enorme grano en la cara, a modo de condecoración. En aquella España de celibato castrense, nadie quería llegar virgen al matrimonio ni tenía miedo a que se le secara la médula espinal.
Como desafío, esta vez no a nuestros padres sino a la vieja época, hacíamos viajes en bicicleta a la casa abandonada. Y no habíamos sido los primeros en querer convertirla en nuestro cuartel general. Encontrábamos restos de colillas, condones usados – condones que nadie sabía de dónde habían salido en el país nacional católico – e incluso, una vez, unas bragas abandonadas, que pensamos habían sido dejadas allí tras una huida precipitada de un par de “tortolitos” para no ser cazados por el guarda forestal. En la misa del día siguiente, tratamos de identificar, por tamaño y forma, a la propietaria de las bragas de entre las muchachas de mantilla que iban a comulgar. El prior acabó echándonos de la iglesia, a causa de nuestras carcajadas, mientras nos advertía sobre nuestro futuro destino en el infierno si no nos enmendábamos.
En el sesenta y nueve, mi vida de mal estudiante no me había llevado al infierno, pero sí había hecho que me pusiera pronto a trabajar. Mis inclinaciones a estar más en Babia, con ganancia de capones, y a escribir cosas más productivas para mi imaginación que la lista de los reyes godos o las exportaciones españolas hicieron a mis padres abandonar sus esperanzas de tener un hijo universitario. Mi hermano mayor había emigrado a Francia. Y, cuando volvía, me traía libros de la editorial Ruedo Ibérico de París, arriesgándose a que en La Junquera los civiles le preguntaran “respetuosamente” por qué quería meter “propaganda subversiva” en el país.
También me traía discos. Discos difíciles o imposibles de encontrar aquí. The Animals, The Doors, Janis Joplin, King Crimson, los Beatles, Van Morrison. “Te dejas el sueldo en esa música horrible”, me decían mis padres, a quienes George Brassens les parecía el colmo de todas las heterodoxias.
Todo el mundo estaba entonces pendiente de la Apolo XI y la llegada del hombre a la Luna. A mí, sin embargo, me interesaba más lo que ocurría al otro lado del océano, en el festival de Woodstock. Un acontecimiento que no pasaría jamás aquí mientras estuviera vivo “el gallego”, como le decían, sin asomo de ceremonia alguna, mis padres, a quienes no les iba la vena hippy pero les funcionaba a la perfección la arteria roja. En su juventud, escuchaban voces también, como los niños de la casona abandonada, venidas de un punto indefinible a través de una radio de galena alrededor de la que se reunía la familia. Eran momentos de recordar nombres que se tornaban legendarios: Pasionaria, Hidalgo de Cisneros, Rojo, Miaja, Líster, Cipriano Mera, los generales brigadistas Kleber y Lukacs. De si lo hizo bien Negrín, de si lo hizo mal Largo Caballero… Ecos de “la Pirenaica”. Entre las cosas que mis padres y yo guardábamos en común, no muy numerosas, una era nuestro desprecio por los militares y las sotanas, cogido a través de la experiencia real o mediante la lectura de “Los grandes cementerios” de Bernanos.
Al año siguiente, la era de Acuario aterrizó en el pueblo y en la casa.
Los primeros hippies se dejaron ver con cierto escándalo para las “buenas gentes”, con entusiasmo para la minoría, con curiosidad para todos. Algunos llegaban, permanecían una temporada, y se iban en busca de otros destinos con los que ensanchar su mundo: Ibiza, Creta, Marruecos, la India, Perú, Zanzíbar. Pero un grupo se quedó, viendo como en el Génesis que aquello era bueno. Y ocupó la casa.
Las paredes de la fachada comenzaron a llenarse de graffitis que recordaban todas las psicodelias universales y todas las promesas de paz y unión entre los seres humanos. De repente, la casa se volvía a llenar de vida y a resplandecer como en los mejores tiempos. Era la impresión, al menos, que podía obtenerse de lo que contaban los más viejos del lugar que, sin ser nada entusiastas de los “peludos”, recordaban festines de los antiguos propietarios. O, cuando menos, los tiempos en los que “Mujeres Libres” imprimía allí su revista y asesoraba a las mujeres sobre liberación femenina y salud sexual, resistiendo los bombardeos de Mussolini y con la bandera rojinegra ondeando en el balcón.
Por boca del cura volvían a resucitarse imágenes fantasmales que recordaban tiempos antiguos y las maldiciones legendarias que se cernían sobre la mansión. Pero cualquiera que se acercaba sólo veía chicos y chicas afanándose en pintar, limpiar y remozar la vivienda y arreglar el jardín para convertirlo en la huerta que fue en el pasado. Salía música a través de las ventanas. “Here comes the sun” de los Beatles, “Susie Q”, de los Creedence, “Qualsevol nit pot sortir el sol”, de Sisa. Lo único en lo que el cura llevaba razón era en sus imprecaciones contra lo pagano: había danzas de saludo al sol y meditaciones orientales.
Tomé la decisión de unirme a ellos. Y, no sé si por respeto a mi decisión de adulto o porque me tomaban por un caso perdido, mis padres no opusieron demasiadas pegas. De todos modos, estaba a apenas un paseo de mi vieja casa. Fue así como Veronike entró en mi vida.
Poco a poco, cada vez que terminaba en el trabajo, comenzaba a pasarme para echar una mano, después a quedarme a dormir y más tarde a vivir definitivamente allí, en aquella comuna. Recompusimos la instalación eléctrica, limpiamos y arreglamos la escalera apolillada, los postigos de las ventanas, instalamos nuevos vidrios. Pronto comenzó a haber talleres y se acercó gente del pueblo, primero temerosa, después cada vez más confiada. Creo que mi presencia allí acabó por convencerles de que no había nada malo en medio de tanto extranjero raro y en las melodías de Joan Báez, Bob Dylan, Lennon, Jimmy Hendrix o Grateful Death.
Veronike era belga. Una rubia preciosa, llena de pecas, que había sido estudiante de Bellas Artes en Lovaina y que llevaba tiempo apuntada a la new age. De sus manos habían salido los murales que adornaban, con ying – yangs, dragones que escupían arcoiris, muchachas de pelo azul que se convertía en frondoso oleaje y otros dibujos, fruto de lisergias varias, las paredes interiores. Su figura grácil y sus sonrisas ante todo esfuerzo, por grande que se antojase, contagiaban y enamoraban a quien estuviera a su lado.
En la fachada de levante, como dos universos que se saludan al amanecer, pintamos según una idea suya un firmamento con casas volantes haciendo de planetas y sirenas cósmicas. Un sol, emergiendo del centro, saludaba por las mañanas a su homólogo. Ya teníamos, bautizada con cierta ironía, nuestra Casa del Sol Naciente.
No resultaba fácil conjugar los sentimientos celosos del hombre hispano de entonces, machista y posesivo, con la filosofía de amor libre que se predicaba en aquel círculo hippy. Me costó mucho que la relación que empecé con ella no se viera afectada por la promiscuidad que manteníamos, pero cuando la fuerza de la costumbre y la pureza de corazón que desplegábamos dejaron de parecerme una impostura incómoda y lo tomé como algo natural, todo fue mejor. A otros acabó destruyéndoles no poder asumir esa vuelta a la inocencia, tomándola como su contrario: un horrible cinismo. Que aquella época acabara creo se debió al paso natural del tiempo, sin que merezca la pena buscar otras causas.
Fueron tiempos fabulosos, ante los que ni la guardia civil, la amenazante admonición del cura o la idea extendida de que habría que desinfectarnos con lejía y quemar nuestras ropas piojosas tenían efecto. La casa se llenaba de visitantes fascinados, de historias al calor del fuego en invierno y a orillas de la cala cercana en verano.
Una cala a la que se llegaba descendiendo la ladera del monte, a través de unos escalones excavados en la roca. Un mínimo y casi aislado paraíso, al que cada San Juan llenábamos de hogueras, música, hachís y juegos.
Y de una fiesta del amor.
Un atardecer, solos Veronike y yo para ver oscurecerse el cielo, tiñéndose de malvas y fuegos, descubrimos un bulto al extremo contrario en el que nos encontrábamos. Conteniendo el pánico, nos dimos cuenta de que el bulto correspondía a un esqueleto.
El traje, sin embargo, permanecía casi intacto. Permitía identificarlo como muy pasado de moda. Avisamos a los demás y subimos los huesos a la casa. En la camisa, había un hueco del perímetro del dedo índice a la altura del corazón. Y otro en la cabeza.
Descubrimos que era el alcalde fusilado tras la guerra.
El cómo había “regresado” después de más de treinta años al pueblo era un misterio. Y mayor misterio sería aún que fueran llegando a la cala, en los días siguientes y durante casi dos semanas, de uno en uno, de dos en dos o de tres en tres, los cuerpos de los concejales, los milicianos y las feministas de “Mujeres Libres” a quienes los falangistas mataron y arrojaron por el acantilado. Con los trajes ajados, pero no rotos del todo, presentando aquellos agujeros de bala en las camisas y el del tiro de gracia en la cabeza. Así, hasta cincuenta y siete cuerpos.
Pasamos días entre el horror, pensando cuando terminaría todo o que quizá no acabaría nunca. Sólo casi al final, cuando decidimos avisar a los familiares, supimos esa cifra exacta y cambió el ambiente por el de un peregrinar silencioso de “hijos de rojos” y la pregunta desdeñosa de los guardias civiles y los verdugos acerca de qué iban a hacer a la casa de “los peludos”.
Enterramos los cuerpos en la fachada de poniente, donde reprodujimos, en versión libre, el cuadro de los fusilamientos del Dos de Mayo. Prohibidas como estaban las canciones republicanas, alguien comenzó a tararear, bajito, “L’Estaca” de Lluís Llach, que estaba medio tolerada. Era un canto sordo, como correspondía a una época donde aún había quién moría y quién mataba. El polvo regresaba al polvo.
Nacía así una secreta e inesperada complicidad entre los hijos de la guerra y los hijos de Acuario. Teníamos en común el deseo de paz. Las noches se llenaron de historias sobre los allí enterrados, relatos de cuando vinieron las misiones pedagógicas, lo chaladas que parecieron las feministas ácratas. Los hippies más viajados contaban el mundo que habían visto a los que, en muchos casos, no habían ido más lejos de Madrid. En el tocadiscos se alternaban Eric Clapton y Moustaki, Serrat y The Who, “The sound of silence” y “Al vent”.
Tanto tiempo después, recuerdo mis noches con Veronike, las conversaciones al calor de la hoguera y el abrazo de La Casa del Sol Naciente, con la ironía que significaba esa banda sonora de The Animals. La voz de Eric Burdon sobrevive en mi recuerdo, remasterizada en mi mente, igual que la casa luce en ella con los graffitis sin ajar y la instalación eléctrica intacta.
He vuelto a ella, a la casa de nuestras excursiones furtivas en la bicicleta de mi infancia y de aquellos veranos de magia psicotrópica de mi juventud. Oí decir que se va a hacer cargo de ella la concejalía de Cultura del pueblo. Me asomo como un trampero solitario a su balcón, en busca de las últimas fotografías visuales que me permitan recordarla en aquel estado silvestre, tan distinto al que tendrá, en que la viví. Y me pregunto, desde su privilegiada altura, si aquellos cadáveres no regresaron de su viaje por el limbo justo cuando, por fin, se había sembrado amor en aquel lugar donde tanto se cebó la muerte.

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