domingo, 31 de julio de 2011

ALGUNAS MENTIRAS NADA PIADOSAS

Decía un refrán de tiempos de nuestros padres que se pillaba antes a un mentiroso que a un cojo. Claro que eso era antes de que cojos y mentirosos acabaran aliándose en tribunales, platós de televisión y columnas de prensa. De cualquier modo, y antes de que cualquier jugosa entrada nueva del Diccionario Biográfico Español venga a demostrar lo contrario (aguanten la risa), me gustaría llamar su atención sobre determinadas viejas mentiras que se constituyeron en mitos, varios de ellos de índole económica, sobre los tiempos de gobierno del preclaro y extinto caudillo.
Un viejo chiste protagonizado por Miguel Gila acabó elevando a esa misma categoría, quizá porque ya lo era de por sí, el lema propagandístico de “En la España Nacional /Una, Grande y Libre/ Ni un hogar sin lumbre ni una mensa sin pan”. El escaso dominio de las cacofonías – “nacional” y “pan” – no era peor que el que comenzó a pesar sobre el abastecimiento de alimentos. No era que España acabara de salir de una guerra: es que los poderes públicos del Nuevo Estado franquista, preocupados con echarle la culpa de los males patrios al oro ruso, el contubernio judeo – masónico, la envidia de las otras naciones y el toro Islero que mató a Manolete, resultaron incapaces de responder a las demandas de una España más famélica que legión, parafraseando a La Internacional. Si al principio, muy zalameros falangistas y requetés entregaban latas de comida a los niños cada vez que entraban en un pueblo o ciudad de la España “liberada”, no sería la última vez que aquellos niños hicieran o guardaran una cola kilométrica en busca de comida, esta vez ante el Auxilio Social (y decimos ahora de las del INEM…).
Un informe coordinado por el doctor Jiménez Díaz no podía ser más explícito: en la ciudad de Madrid, el racionamiento al que el país se vio sometido era incapaz de asegurar, siquiera a las familias que se encontraban situadas en los percentiles más altos de renta, los aportes nutritivos básicos para una correcta alimentación. Esta conclusión, extrapolable al resto de grandes ciudades, nos lleva a una pregunta: ¿cómo sobrevivir? Respuesta: recurriendo al mercado negro. Las cartillas de racionamiento tuvieron además una clara finalidad política, de acuerdo con la historiadora Mirta Núñez: el acceso a la cartilla de racionamiento implicaba tener que dar una serie de datos tales como el domicilio, el número de personas en la familia y su situación, los comercios habituales en los que se compraba… Un inesperado cambio de domicilio, como consecuencia de una fuga por persecución política, implicaba poner en riesgo la alimentación familiar al carecer de cartilla o recurrir en un cien por cien a lo que entonces se conocía, recordando el escándalo de tráfico de influencias acontecido en época republicana, como el “estraperlo”.
Pero el moderno “estraperlo” del franquismo nada tenía que ver con lo que, si se compara en la mecánica de aquel mercado negro como con las corruptelas políticas y económicas del presente, no pasó de ser una futesa que, pese a todo, causó un gran impacto en los círculos parlamentarios y políticos de la República. Remito a quienes quieran saber un poco del funcionamiento del mercado negro en la posguerra española a la lectura de la impactante novela “La raíz rota”, de Arturo Barea. Barea, famoso por su trilogía “La forja de un rebelde”, escribió una historia descarnada sobre un exiliado español nacionalizado británico que regresa a España a reencontrarse con su familia. El relato de la sociedad española que encontrará no dejará títere con cabeza, y no porque ejecute críticas, sino porque se limita a escribir de lo que ve: especulación y mercado subterráneo con los alimentos; mujeres de “rojos” lanzadas a la prostitución, cuando no “rojas” ellas mismas; obscenidad e hipocresía del poder, corrupción y tráfico de influencias constante, miseria reservada a republicanos y emigrantes del campo, absolutamente marginados… La lumbre, no había duda, era la del sol que más calentaba.
Otra mentira alude al desarrollo económico que, según muchos coligen absurdamente tuvo origen en el franquismo de la “extraordinaria placidez”. Y esto me recuerda a otro chiste, que si fuera fantasía tendría su coña, pero que, al ser una historia cierta, deja la duda espantosa de si reír o llorar. Joan Rosès, catedrático de Economía de la Universidad Carlos III y profesor de Historia Económica de la Empresa de mi promoción, nos contó cómo el almirante Suanzes (quien posee el honor de dar nombre a una colonia vecinal con susodicha parada de metro en San Blas, Madrid) le “vendió la moto” a Franco de que España podía ser potencia autosuficiente en petróleo, produciéndolo a partir de piedras calizas. Se formó para ello, con una inversión estratosférica, la “Empresa Nacional de Petróleos Calvo Sotelo”, en honor del protomártir y protoconspirador antirrepublicano en la localidad minera de Puertollano, Ciudad Real. Tal planta de “producción” acabó transformándose en una planta de refino de la CAMPSA a la que tenía que llegar vía Málaga, por no poder producirse petróleo patrio, el crudo desde Argelia y el resto del Magreb.
Suanzes, que en cualquier gobierno normal (debería decir a este paso “no español”, aun a riesgo de faltarle al respeto a mi propio país) habría sido cesado de inmediato por chapuzas o presentado la dimisión por vergüenza, siguió ostentando durante mucho tiempo la presidencia del Instituto Nacional de Industria. ¡Y gente como él fueron los sustentadores del “milagro económico español”! Discrepo. Rosès, en un reportaje periodístico, afirmó justo lo contrario que aquellos “pelotas” que afirman, acríticamente, lo bien que se vivía con Franco. En su opinión, califica de “desastrosas” las políticas económicas del régimen y no duda en compararlas con las de la Segunda República. Éstas, que si bien estuvieron sometidas a la severidad doctrinal de aquellos años treinta previos a Keynes y al “New Deal”, desarrolló las obras públicas, la educación básica, la legislación laboral y las políticas de contratación y logró reducir el desbocado déficit heredado de la dictadura de Primo de Rivera y su ministro de Hacienda del Directorio Civil, que era (¡sorpresa!) Calvo Sotelo. De hecho, Gerald Brenan califica de “milagro” el que Jaume Carner, ministro de Hacienda en el primer bienio republicano, fuera capaz de equilibrar tal déficit mediante una recaudación impositiva que se mantuvo sin modificar la política fiscal con el intenso gasto en obras públicas (escuelas, ferrocarriles, obras hidráulicas, otras construcciones civiles) desarrollado.
De hecho, en carteles publicados por Falange en los que se loaba la Victoria, se aludía a que el final de la guerra suponía haber “barrido” (literal, pues se ve a un uniformado falangista con una escoba) la “injusticia social”. Esto es falso: un estudio del Instituto de Estudios Fiscales de 1.976 y cuyos datos fueron recogidos en una obra colectiva coordinada por Josep Fontana, demostró que la renta per cápita en los años previos a la guerra era creciente y, de no haberse puesto en marcha los planes conspirativos y manteniéndose vigente la República democrática, lo que habría favorecido una más rápida integración española en la economía europea, habría alcanzado unos indicadores mucho mayores de los que se alcanzaron durante el “boom” económico de los sesenta: tomando como base 100 el año 1.900, se alcanzó el índice de 164 en 1.930, y se habría llegado a 228 en 1.950 y a 608 en 1.970. Durante los gobiernos de Franco, para 1.950 y 1.970 se alcanzaron unos índices de 136 y 363 respectivamente. Pero hay más: Según el economista Juan Francisco Martín Seco, en 1.939 el PIB a precios constantes (sin tener en cuenta la inflación) había retrocedido a los niveles de 1.914, y hay que retrotaerse al siglo XIX para encontrar su equivalente en PIB per cápita. El PIB de 1.935 no se alcanzó hasta 1.951 y la renta per cápita hasta 1.954. Y, en el reparto de rentas, un estudio de los años de posguerra de Higinio Paris desmiente categóricamente que la guerra hubiera “barrido” una real o supuesta “injusticia social”: los salarios reales de 1.948 eran de entre un 20 – 35% inferiores a los de 1.936 (según el Instituto Nacional de Estadística, un 50% menos). Y esto teniendo en cuenta que la renta nacional había descendido significativamente menos, “lo cual” – concluía – “indicaría una mayor desigualdad en la distribución”. Juzguen ustedes.
El “boom” económico de los sesenta se consiguió en virtud de una renuncia política que no se quería hacer, pero que no tuvieron más remedio (Franco y su mano derecha Carrero Blanco) que ejecutar para poder salvar el pellejo del régimen: para garantizar la salvación del régimen de cualquier contingencia política interna, era necesario abandonar la quimera de la autarquía y consentir la apertura política a través de la económica. Pero, hecho reconocido hasta por el viejo falangista José María de Areílza, los planes de desarrollo generaron una serie de fallos que ahogaron el potencial de crecimiento e hicieron que la distribución de sus beneficios, tanto por territorios como entre las personas, fueran muy perjudiciales hasta para el futuro político del país. España quedó atrasada económicamente en “diez o veinte años”, lo que tuvo consecuencias negativas en órdenes como el cultural, el progreso técnico y la evolución de la vida política nacional. Y que esto último lo diga Areílza esperemos sirva para que a algunos se les caiga definitivamente la lengua a la hora de repetir como loros que Franco trajo la verdadera democracia.
Más prosaica, aunque no por ello menos falaz, es la fantasía del desarrollo hídrico que hicieron famoso a Franco con el mote de “Paco Rana”. Quiérase que, de tanto ver en el NO-DO, los saltos de pantano en pantano del general inaugurando con la cohorte civil, militar y eclesiástica, uno podía llegar a creerse que en España iba a nadarse, si no en la abundancia, si al menos a nadarse. Pero, ya fuera por la pertinaz sequía o porque antes no teníamos pantanos y había que armarlos por doquier, el agua seguía escaseando.
No fue el régimen el descubridor, de la noche a la mañana, de los embalses. No lo fue tampoco la República, pero una de las decisiones más acertadas que tomó el ministro de Obras Públicas del primer bienio, el socialista Indalecio Prieto, fue mantener en su puesto a Manuel Lorenzo Pardo, como encargado de las obras hidrológicas. Lorenzo Pardo, posteriormente refugiado en una embajada madrileña durante la guerra civil por su ideario conservador (curiosamente, al igual que las hijas de Prieto), había trabajado previamente en los gobiernos de Primo de Rivera, puso en marcha junto a Prieto un ambicioso Plan Nacional de Obras Hidráulicas que, entre otros aspectos, incluía no sólo la construcción de presas, sino la de centrales hidroeléctricas, repoblación forestal y obras de regadío. El objetivo era no sólo aumentar la capacidad de agua embalsada, sino también que se dispusiera de mayor número de terrenos fértiles para ser trabajados. De este modo, se llevaron a cabo emprendimientos en las cuencas del Ebro y del Guadalquivir, con la construcción de centrales en el primero y de dos embalses, antes de la guerra, en el segundo; se construyó el pantano de La Maya, en Salamanca, y se emprendió un proyecto de trasvase entre los ríos Tajo, Júcar y Guadiana destinado al abastecimiento del pantano de Alarcón (al cual hace referencia el cartel del encabezado) y a favorecer el riego regular en el Levante y La Mancha.
Pero, con todo, el más famoso de los proyectos emprendidos fue sin duda el que se emprendió en la parte oriental de Extremadura y que por entonces se llamó las obras del Cíjara y que, en la dictadura de Franco, fue terminado en 1.957 con el nombre de Plan Badajoz. Manuel Díaz Marta, ingeniero hidráulico que trabajó en el equipo ministerial de las obras del Cíjara, y posteriormente fue catedrático en México y asesor en planes hidráulicos en el país azteca, Senegal o Polonia, expuso una serie de datos que desmienten la propaganda “pantanosa” del régimen. Entre 1.923 y 1.930, bajo los gobiernos de Primo de Rivera, los pantanos pasaron de almacenar 869,8 millones de m3 a almacenar 1.321,5 (lo que equivale a una tasa de crecimiento anual del 6,1%). A finales de 1.935 los embalses pasaron a almacenar 3.843,8 millones de m3 (tasa de crecimiento del 23,8%). Entre 1.940 y 1.952, se pasaron de almacenar 3.914,5 a 6.094,7 millones de m3, equivaliendo a una paupérrima tasa de crecimiento del 3,7 por ciento, inferior no sólo a la del período republicano sino a la de los gobiernos de Primo. Y aún diría más (cómo Hernández y Fernández): Josep Fontana, en la obra colectiva “España bajo el franquismo” antes referida, añade que, a los ritmos de construcción de 1.930-1.935, la capacidad de los embalses podía haber alcanzado en 1.952 los 100.000 millones de m3. Apenas se superaban los 6.000. Y en 1.966 sólo se habían llegado a 25.000 millones. No es de extrañar que, con “malaleshe”, una vieja historieta cómica de Kim, el dibujante de “Martínez el Facha”, ironizaba con la posibilidad de que el pantano inaugurado de la viñeta no fuera más que un charco de orín.
Como remate, durante mucho tiempo los viejos nostálgicos de mi barrio filosofaban en la barra de un viejo bar con la vieja idea de que con Franco la corrupción no existía, como otras muchas cosas que no pasaban en los tiempos de Franco (entre ellas, que en la barra del bar se pudiera poner en cuestión al gobierno, en aquellos momentos el de Felipe González). Hoy, Pío Moa nos reaviva la cuestión al escribir que las cosas buenas de la presente democracia (según él, la primera que existió en el país) proceden del franquismo, y las malas, como el terrorismo, la corrupción y las tramas clientelares, de los antifranquistas. ¿Actualización del viejo mito? Sea o no sea así, digamos que ese mito es lo que su nombre indica: un mito. A quienes en los años de posguerra se hicieron ricos a gran escala con las licencias de importación y el negocio a lo grande del mercado negro, hay que sumarles quienes hicieron negocio con sus “mayores servicios prestados” a la Causa Nacional para acceder a los puestos vacantes en las cátedras universitarios y el funcionariado en general dejados por los republicanos cesantes (no es broma: quien quiera ver la demostración de esto puede recurrir a las obras de Mirta Núñez o a “El atroz desmoche” de Jaume Claret, sobre la depuración profesional – a veces física – de la universidad republicana durante el franquismo). También se hizo con las incautaciones de bienes y multas a los implicados en la “adhesión a la rebelión” que significó mantenerse fiel a la República, y que en los casos individuales de Álvaro de Albornoz, Manuel Azaña o Juan Negrín supusieron una fortuna que ni siquiera tenían: cien milloncejos de pesetas (600.000 euros) de 1.939.
Pero fue en los sesenta donde el desarrollo económico abrió nuevas posibilidades de “hacer el egipcio” para el cobro de comisiones, el favoritismo y la especulación con los terrenos donde se iban a ubicar los llamados Polos de Desarrollo, núcleos industriales de provincias. Que estallara, por conveniencia, el caso Matesa como escarmiento político al Opus no implica que salieran, hasta mucho tiempo después, los de Manufacturas Metálicas Madrileñas, Calzados Segarra, Inversiones Gibraltar, Aceites de Redondela (Reace) o todas las inmobiliarias que quebraron misteriosamente sin que los culpables de timar a los ahorradores fueran sentados en el banquillo. Observemos esta cita de Manuel Vázquez Montalbán, lo suficientemente explícita:
“…En los años cuarenta y cincuenta […] el dinero español se iba a Cuba, bajo la protección de Batista y la mafia norteamericana o a Santo Domingo, donde el benefactor Trujillo parecía disponer de un crédito político sin límites […]En las empresas del INI, dirigido por su compañero de infancia y padre de la economía autárquica Juan Antonio Suances, los consejos de administración llenaban de sobresueldos los bolsillos más leales del movimiento y la especulación del suelo […] pobló de millonarios ex falangistas ex auténticos, nostálgicos de la «revolución pendiente» nacional sindicalista todas las costas del litoral español […] en uno de los esfuerzos más miserables y mezquinos de destrucción de un paisaje.”
Recuerdo una cita de un libro de texto, perteneciente a John Maynard Keynes, que dijo que una de las utilidades de estudiar Economía era la de que, de este modo, uno no se vería engañado por los economistas. Así, una de las utilidades de estudiar Historia es que uno no se vería engañado por los historiadores. Mi propósito no es engañar: puedo equivocarme o errar por omisión al desconocer algún dato o no haber leído los suficientes libros (¡tanto me queda por leer!), pero todo lo que pongo aquí es cierto. No he sacado de contexto nada. Otros, torticeramente, manipulan palabras y dicen Diego donde dijeron digo. Y esas mentiras no son nada piadosas.

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