sábado, 23 de julio de 2011

UNA CONSTITUCIÓN DE FUTURO ESCRITA EN EL PASADO

El mes de julio no es un mes sólo de recordatorios fúnebres. El día 14, además del aniversario de la Revolución Francesa, se conmemoraron ochenta años, los mismos que cumplió nuestra Segunda República, de la inauguración de las Cortes Constituyentes de esta última, en claro homenaje a la primera y a su universal lema de “Libertad, Igualdad, Fraternidad”.

Con una mayoría en las Cortes de partidos republicanos, en especial de izquierdas, salida de las elecciones celebradas a principios de ese mes, fruto del impulso entusiasta con que había sido recibida la República y bajo el shock en que habían quedado los partidos monárquicos tras su derrota de abril, la elaboración de la Constitución estuvo encomendada a una comisión en la que figuraron Clara Campoamor, una de las tres primeras mujeres diputadas de unas Cortes españolas; el abogado Ángel Ossorio y Gallardo, antiguo monárquico y abnegado defensor del nuevo régimen; y el penalista Luis Jiménez de Asúa, socialista y uno de los más afamados especialistas en su campo a nivel internacional. Asúa fue el principal impulsor del alto contenido de artículos de aquella constitución decididamente progresistas y en favor de las clases populares.

La constitución que se aprobó, el 9 de diciembre de 1.931, estuvo inspirada por dos de los modelos de constitución más avanzados que existían por aquel entonces en el mundo: la de Weimar, de la no hacía mucho tiempo proclamada República Alemana; y la de Querétaro, del México revolucionario. Además, ligados sentimentalmente con la Francia de la Tercera República, los miembros de la comisión también estuvieron influidos por las ideas del vecino del norte. El resultado fue una de las constituciones más avanzadas del mundo en su época y excepcional lección para el futuro, pese a su corta vida y a las dificultades que supuso sobre todo la aprobación de un articulado religioso que puso en pie de guerra a la jerarquía eclesiástica y a los sectores reaccionarios que la apoyaban, que hicieron bandera política de la “persecución” religiosa.

¿Por qué? Sorprendentemente, la actual constitución española, si bien esto es afirmado en ocasiones con la boca pequeña, es declarada como heredera de aquella constitución republicana. Esto es una media verdad. Hereda algunas de las instituciones y principios que estaban recogidos en la carta magna de 1.931, como el Tribunal de Cuentas, el de Garantías Constitucionales o el actual Estado autonómico, que la República definió como “Estado integral”, a caballo del centralismo y el federalismo. Pero en otros puntos es claramente un retroceso: la monarquía y el bloqueo al trono a las féminas, algo que no sucedía con la elección de la persona que ocupara la presidencia de la República, además de su inviolabilidad jurídica; la situación de la Iglesia, más beneficiada por un Estado aconfesional que no llega a ser laico y que le permite inmiscuirse en la tarea docente y otros asuntos de la vida civil; o el bloqueo a su reforma, requiriendo en todo momento dos tercios de diputados mientras la republicana solo exigía éste quórum durante los primeros cuatro años de vida de la constitución (es decir, hasta el 9 de diciembre de 1.935). En muchos casos, los avances que hayan podido experimentarse desde la fecha de 1.931 hasta 1.978 quedan descompensados tanto por estos retrocesos, fruto de los pactos transicionales, como por el hecho de que, tanto en 1.978 como en la fecha actual, la sociedad ha avanzado más deprisa que las leyes, mientras la constitución se ha convertido en una especial de Santo Grial inviolable al que no se le puede añadir siquiera un asa para mejorar su utilidad. En todo caso, esmeraldas o rubíes que la hagan resplandecer más en su función de objeto.

Cuando estudié el capítulo de la constitución republicana para el trabajo que elaboré sobre la República, por supuesto no estaba en condiciones de afirmar que aquella constitución fuera a servir para siempre, ni lo afirmo. Siguiendo al prócer norteamericano Thomas Jefferson, una constitución o una ley determinada no pueden durar más de veinte años porque queda desvirtuada si no es reformada y refrendada por la generación siguiente a la que la redactó. Sin embargo, cuando hoy encuentro a los indignados de ambos sexos reclamando algunas cosas y justicias, no puedo dejar de asombrarme, desde la perspectiva de mi quizá no demasiado amplio conocimiento, de la coincidencia con algunos principios constitucionales del treinta y uno.

Quizá esto sea afearle la conducta a los demócratas de la transición, pero además una diferencia radical fue que, aunque derrotados en su cometido por virtud de la guerra civil, el empeño que pusieron los republicanos en que el programa de derechos individuales, socioeconómicos y culturales de su constitución se cumpliera dista bastante del que ponen los demócratas del presente para que se cumplan los de la suya. De ahí el cabreo. “Ni aplastaron ningún derecho ni desertaron de ninguno de sus deberes”, llegó a escribir Antonio Machado de los primeros, a quienes definía como “hombres llenos de respeto, mesura y tolerancia”. Todo lo contrario que un Camps, un Bono, un Chaves, un Fabra, una Sonia Castedo, un Aznar o un Felip Puig. El mayor escándalo de corrupción de la época republicana, el “estraperlo”, acontecido en la etapa radical-cedista de Lerroux, no pasaría de ser el robo de unas gallinas comparado con la “Gürtel” o el del afamado Luis Roldán. La honradez, según escribe Max Aub en la novela “La gallina ciega”, fruto de sus impresiones durante su breve viaje por la España de la que se había exiliado 30 años antes, era un valor que los políticos tanto de derechas como de izquierdas tenían en muy alta estima, y por muy refinados que fueran sus gustos (verbigracia: la buena mesa, el teatro o un automóvil) eran pagados de su bolsillo y fruto de un trabajo que, diera o no sus resultados, desempeñaban con afán.

A continuación veremos algunas de las coincidencias a las que me he referido:

1. Subordinación de la economía al interés general: En el artículo 44 y 45, referido este último al tesoro artístico y al patrimonio natural, se proclama la subordinación de la riqueza particular al interés de la economía nacional y se nombra de forma explícita la posibilidad de expropiación, socialización y nacionalización de bienes particulares, así como la intervención de industrias y empresas, mediante adecuada indemnización. Esto se puso en marcha a la hora de llevar a cabo la reforma agraria.

2. Protección al trabajador industrial y agrario: La legislación social republicana fue una de las más avanzadas de Europa, siguiendo las directrices de la Organización Internacional del Trabajo. De hecho, en su artículo 46, la República reconocía que “el trabajo, en sus diversas formas, es una obligación social y gozará de la protección de las leyes”. Una de las medidas más populares fue, entre las mujeres, la instauración del seguro por maternidad, pues la República, que desterró la desigualdad jurídica de la mujer, proclamaba la protección de madres, niños y ancianos en su artículo 43.

3. Educación pública de calidad: Este fue, sin duda, uno de los mayores logros de la República. En su artículo 48, la constitución proclamaba que el servicio de la cultura era atribución esencial del Estado, que lo prestaría a través del sistema de la escuela unificada (que se definía como el medio para que sólo la capacidad individual determinara dónde quisiera llegar cada uno en sus objetivos escolares), primando la gratuidad de la enseñanza primaria, reconociendo la libertad de cátedra y desterrando a la principal institución privada de entonces (la Iglesia) del servicio de la instrucción, al menos de la enseñanza primaria. Proclamaba además la enseñanza laica.

4. Parlamento unicameral: En su artículo 51, se proclamaba la unicameralidad del parlamento, compuesto por la actual cámara baja, el Congreso de los Diputados. Jiménez de Asúa afirmaba la necesidad de que el parlamento estuviera compuesto por una sola Cámara bajo la premisa de que si existían dos Cámaras y ambas representaban la voluntad popular, una sobraba; y si había dos y una no lo hacía (como la Cámara de los Lores, una cámara de representación aristocrática que es en lo que al final acaban convirtiéndose los senados), no se cumpliría la representación de la voluntad popular que se le debía exigir a todo poder legislativo.

5. Poder judicial independiente: La República trató de establecer un poder judicial independiente de las luchas partidistas que tan intensas fueron en su época. Es particularmente curioso el sistema que estableció para elegir a los miembros del Tribunal de Garantías, actual Constitucional: tendría un presidente nombrado por el parlamento y en él se sentarían dos diputados elegidos por las Cortes, pero el resto de miembros serían: un representante por cada una de las autonomías, el presidente del Consejo de Estado, el del Tribunal de Cuentas, dos miembros nombrados por los Colegios de Abogados y cuatro profesores de Derecho nombrados por las facultades universitarias. El objetivo era precisamente evitar toda posibilidad de cabildeos y discusiones como las que hoy se dan entre los dos grandes partidos políticos del país.

6. Reforma constitucional: En el artículo 125 y último de la constitución, se establecía el mecanismo de la reforma constitucional. Se admitían reformas totales (aunque resultaría complicado que algún artículo o principio no quedara recogido en la posterior), parciales y la añadidura de nuevos artículos al texto. Aunque vedada a la iniciativa legislativa popular, (institución que entonces requería de la participación, mediante firma, de mínimo el 15 por cien del censo electoral – mayores de 23 años de ambos sexos, en un país de 26 millones de habitantes –) que servía, por otro lado y según el artículo 66 de medio para promover referendos sobre determinadas leyes y promover proposiciones de ley, sólo requería de las dos terceras partes de diputados del parlamento durante los primeros cuatro años de vigencia del texto aprobado en 1.931. En lo sucesivo, bastaría la aprobación de la mayoría absoluta del Congreso. Más tarde, al igual que ahora, serían convocadas elecciones a Cortes, que funcionarían primero como Constituyentes y, tras la reforma, como Cortes ordinarias.

7. Renuncia a la guerra: Muy importante e interesante. La necesidad de modernizar y avanzar en el desarrollo interior del país impedía, en palabras de Manuel Azaña, jefe del gobierno y posterior presidente de la República, aventurarse en la construcción de un ejército destinado a aventuras imperiales que, desde 1.898, había sucumbido en varios desastres y dejado la Hacienda maltrecha. La fracasada Sociedad de Naciones, predecesora de la ONU, establecía un sistema sancionador y de arbitraje en conflictos al cual España se adhirió de buena fe y bajo la premisa de que, sentimentalmente unida con los estados democráticos europeos y sin necesidad alguna de expandir sus fronteras, no tenía motivos ni enemigos a quienes agredir. Por ello, en sus artículos 6, 7, 65 y 77, la constitución republicana establecía el acatamiento de las normas de Derecho internacional emanadas de la SdN y el acatamiento de las normas de la misma y sus medios de arbitraje antes de efectuar una eventual declaración de guerra.

La constitución de 1.931 consagraba al poder legislativo y lo imponía como contrapeso, además de por medio de una serie de restricciones, al poder del presidente de la República, que ejercería el cargo de “poder de relación”. Su mandato, limitado a cinco años, no podía ser revalidado inmediatamente (es decir, no podía haber una reelección consecutiva). Entre ciertas curiosidades de entonces, como la puesta en marcha de los primeros procesos autonómicos, que tendrían como base la unión de provincias con características históricas y culturales comunes (de hecho, hoy mismo podríamos estar hablando de una Euskadi formada por las actuales País Vasco y Navarra, pues en el proyecto estatutario aprobado en 1.936 y rechazado en Navarra por cuestiones no relacionadas con la unión a las entonces Vascongadas figuraba la unión de las cuatro provincias), figura también la de una Ley Electoral cuyos efectos no fueron los deseados. Pensada para buscar mayorías parlamentarias y gubernamentales fuertes, evitando las crisis parlamentarias que envolvían a la Europa de entreguerras, favorecía la unión de partidos en coaliciones y primaba a la mayoría con un muy superior número de escaños aunque la diferencia en votos hubiera sido mínima. Además, permitía a los electores señalar sus preferencias ordenando o tachando los candidatos de una determinada lista. En las elecciones de 1.936, frente a los candidatos que representaban un perfil más radicalizado, los electores acabaron mostrando sus preferencias por los más moderados. Por la coalición de derechas, fue primado el ex ministro de Agricultura Manuel Giménez Fernández, posteriormente declarado leal a la República durante la guerra civil y tildado de “bolchevique blanco” por intentar una reforma agraria que no convino a los intereses de los terratenientes. Por la coalición del Frente Popular, Diego Martínez Barrio, futuro presidente de las Cortes y ex ministro de Gobernación (Interior) que dirigía un pequeño partido de centro izquierda, Unión Republicana, y era un destacado líder de la masonería española.

En la diáspora republicana que siguió a la guerra, muchos destacados líderes acabaron siendo fuertes apoyos y consejeros de posteriores fundadores de las Naciones Unidas. Fueron los casos de Constancia de la Mora, quién, procedente de una familia de porte aristocrático y presidenciable de la monarquía alfonsina (sobrina de Antonio Maura), fue una de las principales figuras del Lyceum Club Femenino, casada en segundas nupcias con el aviador republicano Ignacio Hidalgo de Cisneros y amiga de Eleanor Roosevelt, esposa del ex presidente norteamericano. O del doctor Juan Negrín, ex ministro de Hacienda y ex presidente del gobierno republicano durante la guerra, fundador del Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) en París y que contó entre sus amistades del exilio con Noel Baker. Otros dos políticos socialistas como él, Jiménez de Asúa y Fernando de los Ríos, que tuvieron destacado protagonismo en la elaboración y los debates de la constitución y ejercieron de embajadores republicanos en Praga, París y Washington, permanecieron como profesores de Derecho en Buenos Aires y los Estados Unidos. Otros válidos profesionales como Victoria Kent, primera mujer directora de Prisiones; el abogado Felipe Sánchez Román; el historiador Claudio Sánchez Albornoz o el jurista Mariano Ruiz Funes, ex ministro de Agricultura y primero en elaborar la teoría jurídica de la responsabilidad penal de quienes provocaban los conflictos bélicos, siguieron desarrollando sus carreras en el exilio. Pocos fueron los que pudieron, tras pasar por arduos procesos de depuración y ostracismo, proseguir su labor en España. Tal es el caso de Giménez Fernández, posterior profesor universitario en Sevilla de Felipe González.

Refiero esto último porque aquella “generación del exilio”, cuyos principios y conocimientos tan útiles hubieran sido en España, representan un valor inexcusable respecto de las que posteriormente han llegado al poder en nuestro país. La urgencia por recuperar esa memoria de lo que fueron y representaron debe ser algo que ha de estar presente para aclarar un poco hacia dónde queremos ir. Que sus errores fueran patentes no quiere decir, necesariamente, que obraran con ánimo de daño, algo que muy probablemente no pueden decir quienes hoy se llenan la boca con discursos en los que las palabras “España”, “responsabilidad”, “futuro” o “confianza” suenan a hueco. Por lo pronto, fueron autores de una constitución que ya, en 1.931, tenía un recorrido futuro más amplio que la actual, cuyos conceptos, tantas veces ignorados, están quedando anclados en un frac pasado de moda que se nos queda pequeño.

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