domingo, 31 de julio de 2011

LOS SOCIALISTAS OLVIDADOS POR LOS SOCIALISTAS

Es casi un axioma que las generaciones que vienen detrás hagan una clara ruptura con las precedentes. Incluso dentro de una misma generación, el pensamiento que se mantenía a los veinte no es el mismo que a los cuarenta, como definió el político francés George Clemenceau: “quien a los veinte años no ha sido anarquista, es un imbécil; pero quien sigue siéndolo a los cuarenta es más imbécil aún”. No sé hasta que punto Clemenceau llevará razón ni si necesariamente ha de cumplirse la primera de las opciones. Con mi padre me he llevado mis buenas broncas, pero quizá porque también me estoy haciendo viejo (sí, aunque tenga 28 años, asumo que no voy a ser siempre el mismo jovenzuelo y a veces dudo de que siga siéndolo a los 35 o los 40), considero que nuestros motivos de cercanía son mayores que los de fricción.
Con el Partido Socialista, sin embargo, parece ocurrir justo lo contrario que lo que nos pasa a mi padre y a mí. Los puntos de fricción con las generaciones pasadas son más, cuando no el todo absoluto, que los puntos de contacto. Mientras a mí me gusta escuchar sus viejas batallitas, aunque reconozco que a veces se repite y ya conozco la historia a la que se refiere, los socialistas del PSOE actual deben acumular volúmenes en las fundaciones Pablo Iglesias o Largo Caballero con el único objeto de dar trabajo a las mujeres de la limpieza (ignoro si también habrá hombres de la limpieza) y que, al menos, esos puestos de trabajo no sean destruidos por un partido que, a estas alturas, anda más en connivencia con el empresariado que con el trabajador. No son los únicos.
Tal bibliofobia, o esmerado cuidado por parte de “quienes tienen que servir” y pare usted de contar para uso y disfrute de los ratones de biblioteca, que no sobran precisamente en el PSOE de hoy día, es un contraste muy serio en un partido fundado por un obrero tipográfico y que contó entre sus filas con trabajadores manuales como el referido Largo Caballero, primer socialista que accedía a la presidencia del gobierno, en unas circunstancias mucho más difíciles que a las que jamás accedió ningún otro presidente en (el retorno a la) democracia, pero también con juristas, médicos, periodistas, catedráticos de universidad, empleados de banca a quienes hoy, junto con su ideario, echan al olvido. “Todo sin el pueblo y además contra el pueblo”, piensan hoy nuestros próceres socialistas que camuflan el interés general con el que no peguen muchas hostias los mercados y el PP se quede calladito mientras hacemos lo mismo que éste haría en nuestro lugar.
Ni siquiera el presidente del Congreso, José Bono, hijo de un falangista bien situado al que llevó la contraria en su día para después (hemos de colegir de sus actos) hacerse perdonar con su carrera política, convertida en el arte del guiño alternativo a izquierda y derecha, que es toda una transformación de sus ojos en los cuatro intermitentes del coche (ergo señal de emergencia, pero no sabemos de qué), ha tenido la sensibilidad suficiente para, sentado en el sillón que ocupó Julián Besteiro, no referir una palabra de condena al golpismo antirrepublicano de Mola, Sanjurjo, Franco, Queipo de Llano, Goded y compañía ni al régimen victorioso que se alzó tras la guerra civil que, a sangre y fuego y con la saña que siguieron empeñando después, impusieron en España.
Bono, ese hombre, manipuló el discurso de “Paz, Piedad, Perdón” o de “Las 3 Pes” que Azaña pronunció en Barcelona en 1.938 para igualar – ¡otra vez! – a los farisaicamente llamados bandos, es decir, los rebeldes y el gobierno legal de España y su legítimo régimen republicano. Azaña, con todo su pesimismo de aquellas fechas, y que tan nervioso ponía al jefe de gobierno Juan Negrín, quien no obstante autorizó a que ese discurso de Azaña fuera transmitido y difundido a toda la España leal, nunca consentiría que se igualasen en legitimidad de lucha a los que querían entregar al país al fascismo y quienes defendían la democracia. Que se abriese la senda de una reconciliación nacional, incluso mediante una mediación internacional, de acuerdo; pero nunca un líder democrático podría asumir jamás que quienes se alzaron en armas contra el gobierno legal tenían el Derecho y la razón de su lado, como los historiadores se han ido encargando de demostrar y Bono, por ciencia infusa, de desmontar de una tacada. El propio jefe del Estado republicano ya se refirió, en un discurso previo, a que, si los republicanos hacían la guerra, “una guerra terrible” era “porque nos la hacen”. No porque quisieran. Y, para que el propio Don Manuel estuviera, desde su tálamo de Montauban, aún más en desacuerdo con el hoy presidente de la Cámara Baja parlamentaria, sólo podemos recordarle lo que escribió al poco de morir sobre la situación cultural de la España triunfante: “Sin haberse retirado la ola de sangre, ya se abate sobre España la ola de la estupidez en la que se traduce el pensamiento de sus salvadores […] Quieren hacer un imperio vertical y azul […] Como yo propuse hace unos años, será cuestión de cambiar el animal heráldico del escudo y sustituir el león por una mula”. La cosa, en mi modesta opinión de contradictor, está clara.
Pero este accidente mental e histórico de José Bono, cuya incontinencia verbal le ha sometido ahora a calificar al grupo mediático Intereconomía de malhechores (hoy guiño a la derecha, mañana guiño a la izquierda, pero creo que más que nada será por “destapar”, aunque de mala manera, su patrimonio personal), no es un caso único. Si hoy la Ley de Memoria Histórica es, como la de Dependencia, manifiestamente mejorable, es porque, como ha calificado el investigador Francisco Espinosa, un mero parche con el que procurar salir de una situación de la que, ni en los mejores días del socialismo de Felipe González, el PSOE se quiso enfrentar con ella. Tal vez porque aquel socialismo se basó en la célebre frase, atribuida por unos a Deng Xiaoping, otros al propio González, de “gato negro, gato blanco, lo importante es que cace ratones” y que otros tradujeron como “no importa lo que robes, siempre que no se note y que el país funcione”. El apoliticismo vino acompañado de ahistoricismo; algunos creyeron ver a Franco en sueños torturándoles los genitales mientras se trabajaban a una “chorba” en sus veraneos dorados de Marbella y, de este modo, los nuevos socialistas se olvidaron de aquellos otros que se pagaban sus lujos de su bolsillo y no de los fondos reservados y no dudaban en acudir a las barriadas obreras no sólo en campaña electoral. Felipe González, “Isidoro” en sus tiempos mozos de clandestinidad bajo un emparrado de vendimia francesa, homenajeó a los republicanos y a los sublevados nacionalistas en 1.986 al equiparar el coraje de quienes lucharon por la democracia con armas de la guerra de Cuba y a quienes lo hicieron por “una España distinta” (¿ein?) con los más modernos aeroplanos, tanques y cañones provenientes de Alemania e Italia. Aquí paz, después gloria, y viva el lujo y quien lo trujo. Quizá anduviera por allí el rey, y ya sabemos que si anda el rey por allí, no se puede hablar mal de su “padre político”.
He decidido traer a la memoria, como insisten algunas personas, a ciertos socialistas ilustres, ya que son muchos los anónimos y sería necesario todo el ordenador central del CSID para almacenar los nombres y las biografías de quienes se han olvidado los (también las, que el olvido no entiende de sexos) socialistas del presente. Es curioso que, entre quienes, sin embargo, no olvidan, se encuentren ediles del PSOE que su partido desprecia escuchar para tan espinoso tema. En el programa “Salvados” de La Sexta que trató esta cuestión, observé el caso de la alcaldesa de un pueblo de Ávila que no puede sacar a su abuelo del lugar donde está enterrado y que, directamente, habla muy mal de una ley que impide a los familiares contar con la asistencia (menos aún hace que sea el Estado quien asuma, como se ha hecho en otros con menos recursos que el nuestro, las labores de búsqueda y exhumación de cadáveres) de las administraciones públicas. Y no digamos nada con algo tan sencillo como anular las sentencias de los tribunales franquistas. Por lógica, un estado alzado sobre una ilegalidad no puede tener tribunales legales, por lo que sus fallos son obviamente ilegales. Y más cuando condenan por “asistencia” o “adhesión a la rebelión”… ¡a quienes se mantuvieron leales a la República!
Julián Besteiro, que da nombre al colegio de primaria en el que yo estudié la EGB, y por el que paso delante todos los días para ir a por el pan, al estanco o al quiosco, fue catedrático de Lógica en la Universidad de Madrid (la actual Complutense). En el seno del PSOE da nombre a una escuela de verano y el ayuntamiento de Tierno Galván le dedicó el nombre de la escuela. Fue presidente de las Cortes Constituyentes de la República, aunque se mostró reacio a que los socialistas participaran en el gobierno republicano. La corriente derechista del partido en la que figuraba pronto se vio marginada, aunque era muy querido en Madrid y figuró siempre entre los socialistas más votados en la capital, tanto en las elecciones de 1.933 (en las que el PSOE concurrió en solitario) como en las de 1.936 (dentro de la coalición del Frente Popular). Durante la guerra civil, se vio imbuido de tesis anticomunistas que perjudicaron en la capital la imagen del gobierno de Juan Negrín, al que consideró, falsamente, un títere comunista, y fue el líder civil que el coronel Segismundo Casado eligió para mediar con Franco cuando su Junta de Defensa Nacional desalojó del poder a Negrín en marzo de 1.939. Franco tuvo piedad de Casado; no así de Besteiro, a quien confinó a prisión perpetua. Murió enfermo en la cárcel, compartiendo el destino de otros presos, tal como quiso. Su sentencia no ha sido revisada. Si fuera por la Fiscalía del Estado, cuyo fiscal general es nombrado por el gobierno (hoy socialista), crímenes como éste no se juzgarían ni revisarían jamás. Lo están demostrando al poner palos en las ruedas a la causa abierta en Argentina.
Julián Zugazagoitia Mendieta, también conocido en los ambientes periodísticos con el sobrenombre de Fermín Mendieta, es mucho más desconocido que Besteiro. Periodista y escritor bilbaíno como su admirado Tomás Meabe, perteneció a la corriente prietista del PSOE durante la República y fue director del órgano oficial de prensa del partido, El Socialista. El diario se acabó convirtiendo, bajo su égida, en un referente periodístico y su impronta estuvo marcada por la no difusión de éxitos militares republicanos hasta que no estuvieran probados y la condena explícita de los crímenes cometidos por “incontrolados” en la zona del gobierno. Ministro de Gobernación y secretario general de Defensa Nacional durante la etapa de gobierno de Juan Negrín, se distanció de Prieto con delicadeza y fue un mediador entre Prieto y aquel con objeto de restablecer la antigua relación personal y política entre los dos hombres. Atrapado por la Gestapo y agentes policiales del Estado franquista en la Francia ocupada, fue condenado a muerte por los tribunales de Franco y fusilado en las tapias del cementerio del Este (La Almudena) de Madrid en 1.940. Esa sentencia no ha sido anulada. Antes de morir, escribió un libro sobre la guerra civil desde el lado de la República que, por su ponderación y mesura, se convirtió en obra de referencia para los historiadores. Su título, “Guerra y vicisitudes de los españoles”.
Marcelino Pascua, canario de Las Palmas, murió en el exilio. Doctor en Medicina y especialista en epidemiología, fue director general de Sanidad durante el primer bienio republicano (1.931-1.933) e ideólogo del primer sistema sanitario público de España. En aquella época, fue cuando los hospitales pasaron a ser dependencia de la administración estatal, algo de lo que se “quejó”, como si se tratara de una hecatombe, el falangista Pedro Sainz Rodríguez. Formó parte del patronato que gestionó los bienes expropiados a la Compañía de Jesús en 1.932. Pascua desempeñó durante la guerra los cargos de embajador de la República en Moscú y París, encargándose, desde la legación soviética, de colaborar en la recepción, contaduría y levantamiento de actas del oro enviado por la República a la URSS. Desconozco si a Pascua, que ha sido definido por Ángel Viñas como “el mejor embajador de la República” (y eso pese a la notable presencia de De los Ríos, Jiménez de Asúa o Pablo de Azcárate, entre otros, bregando en Praga, París o Londres) se le han dado los homenajes que han recibido, por ejemplo, Vera y Barrionuevo (aún me duelen las retinas de ver a tantos militantes despidiéndoles a la puerta de la cárcel, como si fueran angelitos…).
Ídem de lienzo le ocurre a Luis Jiménez de Asúa. Especialista en Derecho Penal, Asúa desempeñó el cargo de diputado por las provincias de Asturias y Granada en las diferentes Cortes republicanas. Jiménez de Asúa fue ponente constitucional, vicepresidente de las Cortes y embajador de la República en París y Checoslovaquia. Fue defensor de los mineros encarcelados por la rebelión de Asturias de 1.934 y estuvo a punto de perder la vida en un atentado cometido por los falangistas apenas se formaron las nuevas Cortes elegidas en febrero de 1.936. El juez absolvió al culpable por “deficiente mental”, y Prieto defendió entonces que fuera enviado como embajador. Desde Praga, y con la colaboración de su discípulo en la Universidad de Madrid, el escritor Francisco Ayala, montó una red de información valiosísima para los republicanos. En su exilio argentino, siguió dando clases y fue presidente de la República extraterritorial en los años sesenta.
Fernando de los Ríos Urruti, nacido en Ronda pero afincado en Granada desde pequeño, fue el máximo exponente de lo que se dio en llamar el “socialismo humanista”. Veterano socialista que fue discípulo de Pablo Iglesias, sobrino de Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza y catedrático de Derecho que ejerció de rector de la Universidad de Granada, De los Ríos fue el tercer ministro (junto con Prieto y Largo Caballero) socialista que estuvo presente en el gobierno provisional de la República. Desempeñó el cargo de Ministro de Justicia, desde el cual elaboró una profunda reforma del Código Civil destinada a erradicar la desigualdad jurídica de la mujer (toma “ista, ista, Zapatero feminista”) y abrió el acceso de las féminas al funcionariado y la notaría, colocando a la republicana Victoria Kent en el puesto de Directora General de Prisiones. En Instrucción Público, prosiguió la labor de Marcelino Domingo en la construcción de escuelas y la profundización de las reformas educativas destinadas a la implantación de la libertad de cátedra, asegurar el laicismo y la libertad de conciencia del alumno y modernizar los planes de estudio. Durante la guerra, fue embajador en París y Washington, contando con las simpatías de la opinión pública norteamericana (aunque sin el apoyo gubernamental) a la causa de la República. En el exilio, se dedicó a la labor docente en la Universidad de Georgetown. Una calle le recuerda hoy en su ciudad, sin más homenajes, mientras su tumba del cementerio civil de Madrid se llena de polvo. A su discípulo y amigo Salvador Vila Hernández, fundador de la Escuela de Estudios Árabes y rector universitario en la ciudad nazarí, lo asesinaron los nacionales junto con el alcalde, el general leal Campins o García Lorca, entre otros muchos.
A Juan Negrín, junto a otros 35 militantes socialistas entre los que destacan Julio Álvarez del Vayo (antiguo ministro de Estado), Amaro del Rosal (director de la Caja de Reparaciones, medio por el que muchos emigrados republicanos pudieron subsistir en México) o Max Aub (dramaturgo y novelista valenciano) sólo le recuerdan hoy en Las Palmas y a través de una fundación que conserva sus archivos, vitales para entender que sus decisiones no obedecieron a dictados de Moscú ni del Partido Comunista de España. El único en quien se confió para jugarse el tipo como jefe del gobierno de una España en guerra, con la misión de reconstruir el aparato estatal republicano y vencer a los nacionalistas, hizo lo primero e intentó, con la máxima de la resistencia, lo segundo. “Fue lo más parecido que España tuvo a un De Gaulle, pero perdió”, dicen de él Ángel Viñas y Fernando Hernández, historiadores. Apoyándose en los comunistas, los únicos verdaderamente entusiastas a quienes encontró, vio quebrarse sus esperanzas de vencer a la caída de Cataluña. ¿Resistir para qué?, pensaron muchos entonces. Resistir para que, en su victoria, Franco no siembre España de cadáveres, para que puedan huir quienes se encuentren más comprometidos. No pudo hacerlo. “Después de esto, yo sólo aspiro a vivir tranquilo, como antes”, confesaba al agregado militar francés Henri Morel. Su vida anterior era la de catedrático de Medicina, especialista en Fisiología de fama internacional y formador de futuros expertos como Rafael Méndez o Severo Ochoa. Encargado de las obras de la Ciudad Universitaria, sus tres hijos (como Paco Largo, el hijo de Largo Caballero) estuvieron en el frente.
Y no quiero olvidarme de otros menos conocidos como Francisco Cruz Salido, jienense como mi familia, que fue compañero en la redacción de El Socialista de Zugazagoitia y que fue también condenado a muerte junto a “Zuga”. Ambos están unidos en su sepultura como estuvieron ante el pelotón del Cementerio del Este. O de Claudio Sánchez, alcalde de Arroyo de San Serván que se opuso al fusilamiento de falangistas y derechistas locales y que murió asesinado por el chivatazo de los anteriores y su cuerpo echado a las alimañas del campo, para que su hijo encontrara al final nada más que un zapato. O de Tomás Centeno, apresado por la policía franquista y torturado por ésta para acabar probando si podía desafiar a la gravedad saltando por la ventana, “costumbre” muy usada por los presos de entonces.
Que los socialistas de hoy muestren tan poco respeto por los socialistas de ayer no debería resultarnos extraño. Y sin embargo nos resulta. No debería, porque en general parecen mostrar muy respeto por nadie del pasado democrático de nuestro país. Quizá sea una tónica general. Quiero resistirme a creerlo.

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