miércoles, 6 de julio de 2011

MENINA MOÇA

Sé que hubiera resultado más cinematográfico titular esta historia, aprovechando el juego de palabras, “Una historia del Born”, pero todo esto transcurre lejos de aquel barrio, comenzando en la Barceloneta y finalizando bajo los soportales de la Praça Reial, y del Born ni el mercado, porque más a mano teníamos el de la Boquería y yo era, para más inri, del Poble Sec, como Serrat, y ella brasileña. Y si quisiéramos jugar con comparaciones neoyorquinas, me separaba un mundo para asemejarme a Al Pacino, suponiendo que sea él el del Bronx y no lo esté confundiendo con Robert de Niro, como me suele pasar, que a veces les cambio los papeles en las películas, y no sólo en “El Padrino”.
La Barceloneta no es Copacabana, eso es cierto, ni a orillas del Mediterráneo hay estatua de la Libertad aunque dispongamos de rascacielos que nada tengan que envidiar (aunque Benidorm sea peor aún en cuanto a mal gusto). Tenemos las torres Mapfre y el supositorio gigante de la torre Agbar, que por una temporada trocó los papeles de Lepe y Barcelona en cuanto al protagonismo en los chistes. La modernidad y sus contradicciones son cojonudas, y así tenemos un municipio que persigue a las putas del Raval (podría hacer lo mismo con los chulos y dejar a las pobres chicas en paz) y permite la construcción de un gigantesco monumento al consolador para choteo universal. El ser humano es contradicción. Y Barna no podía quedarse atrás, pues no en vano a pocos pasos, en Figueres vio nacer a un genio que se dio en llamar “el gran masturbador”. Aun así, con torre Agbar y todo, me encanta Barcelona aunque la odie. O será que me encanta odiarla. Es como el Barça y el Madrid: por muy enemigos que sean, la existencia del uno no se explicaría sin el otro.
Pero situémonos en la Baceloneta, entre sus casas bajas y multicolores (colores pálidos, pero múltiples al fin y al cabo) donde los bares ahumaban a patinadores y ciclistas al asar sardinas y pescados varios. Me aburría como una ostra intentando, sin mucho éxito, hacer que la gente del paseo volviera su atención sobre mí con mis remedos de Grant Green a la guitarra. Acabé por rayarme de que nadie me hiciera el menor caso y dejé el “California Green” para mejor ocasión – y mejor público – para salir por la tangente y emplearme a fondo con Peret. “Barcelona es poderosa” o “Una lágrima cayó en la arena” en versión instrumental aún conservaban su gancho, pero entre un grupete de gitanillos que aún recordaban al genio de la rumba. Al resto del mundo, entretenidos con sus auriculares a toda mecha y su música enlatada que podían escuchar al fresco por el hilo musical del centro comercial de Montigalá, totalmente gratis y sin gastar batería, le importaba una higa lo que tocara, ya fuera Peret, Sisa, Pau Riba, Dusminguet, Very Pomelo o Mercedes Sosa por bulerías. ¡Pobres de ellos, del Nano, de Lluis Lach o de Kiko Veneno! Luego dirán por qué no funciona la ley de Memoria Histórica. Prueben a crear una ley de Memoria Musical y verán qué risa.
Me despedí de aquellos gitanillos de la Barceloneta y, contando unos pocos céntimos, me fui pateando cansinamente el suelo hasta la parada del autobús. Me reconcilió un poco con la vida un cielo brillante y azul sobre nuestras cabezas y la atmósfera limpia, que permitía respirar un aire marino, hermosamente freso, en aquel día de primavera.
Iba dando vueltas en mi cabeza a mil tonterías de lo más diverso, desde el cimbrearse de las palmeras, que comparaba con el de las que había en mi querida Praça Reial, hasta en el recordatorio de si había o no suficiente fruta en la nevera. No me había dado cuenta, hasta pasados unos instantes, de que ella se había sentado a mi lado en el banco de la marquesina. Mi atención, distraída en cosas tan superfluas (“nada es más necesario que lo superfluo”, que decían en “La vida es bella”), no percibió que tenía a la linda brasileña, cuya imagen iba a tener grabada durante aquel día, a pocos centímetros de distancia.
Uno de mis deportes favoritos es observar, y por eso quizá, a la hora de analizar cuáles serían mis músculos más desarrollados, estoy plenamente convencido de que sin duda éstos serían los de los ojos. Algunas veces he llegado a temer que este deporte, a veces de riesgo, ocasionara que mis ojos se dieran la vuelta en el interior de las cuencas y causara una conmoción y el pánico a lo largo y ancho de la ciudad, como si temieran que hubieran llegado los alienígenas y yo fuera su vanguardia. De este modo, pude grabar los detalles que me permitieron recrear después la figura de la muchacha.
Por su piel morena, su pelo oscuro y ligeramente rizado, y sus rasgos faciales me había parecido una gitanilla más de las que se había reunido a cantar el “Sarandonga” alrededor de mis seis cuerdas. Pero no era así. Ella tenía unos hombros redondeados y descubiertos en un vestido estampado de flores, de esos que les llaman con escote palabra de honor (“palabra de honor que no se me cae”, como guasonamente se añade). Me gustó mucho la divertida combinación de aquel vestido floral con unas Converse azules tobilleras, una estética medio punk para una musa de Woodstock. En realidad, podía ser de cualquier parte.
Pero era de Brasil.
Y me había estado escuchando, para dejarme la única moneda de euro que había en la bolsa. ¿Que cómo lo sabía? Bueno, eso ya lo supe después. Pero lo que aún no me consigo explicar es que tenía yo, aparte de una camiseta con la efigie de Groucho, Harpo, Chico y Karl Marx y la leyenda “Soy marxista” y unos vaqueros rotos, para que diera la casualidad (o la causalidad) para que se fijase en mí. Ella, tan hermosa. Con Converse tobilleras y todo.
Vale, que sí, que si los músicos y su puntillo bohemio y tal. ¿Qué punto bohemio tiene Julio Iglesias aparte del de la letra de su canción? ¿Y Luis Cobos? ¡No digamos El Koala! Un músico, y ahí están las pruebas, no es sinónimo necesariamente de erotismo. Pero bendita suerte. El caso fue que en la parada me dijo sus primeras palabras. Sonriendo, ante cuya sonrisa respondí con una mueca que a su vez pretendía ser sonrisa y que quedó en lo que temí una cara de idiota ante la que no sé cómo no salió corriendo despavorida Ramblas arriba, me dijo:
– Tocas “muito bém”.
Así, en ese esperanto ibérico que es el portuñol y para el que no existen reglas salvo las que cada quien se inventa sobre la marcha. Antes de que pudiera reaccionar, diciendo cualquier respuesta, sincera, ingeniosa o balbuciente, llegó su autobús y se despidió de mí con un ademán, dejándome aturdido y con una sensación de belleza metida en mi interior.
En pocas palabras: me había enamorado.
Porque sentía algo más que la mera atracción física que desencadenaba su figura bonita, de garota de Ipanema en zapatillas de deporte, sus ojos brillantes y su boca melosa y juguetona. Era algo que me había activado un chip desconocido dentro del alma. O del corazón. O del bazo, ese órgano del que uno sólo se acuerda después de haber hecho una carrera asfixiante y sentir unos terribles pinchazos que te indican dónde está, que si no vete a saber por dónde anda el bazo. Era ese chip recién activado lo que, de repente, había hecho de mi anodino y conocido paseo en bus por Barcelona, ciudad de los prodigios de Mendoza, una ruta turística por la ciudad más hermosa del mundo.
Todo me resultaba bonito. Por virtud de una magia extraña, a la que no podía calificar de negra porque no era de esa clase de magia tenebrosa ni porque tuviera que ver con el color de su piel – linda piel –, más tirando al café con leche con que se definía a sí mismo Roberto Carlos, el lateral derecho del Madrid, tan odiado por estas latitudes. Barna brillaba con o pese a su insoportable Guardia Urbana y sus ciclistas que la eludían como podían; con sus taxis gualdinegros haciendo pirulas y su ordenada cuadrícula; su casa Gaudí y su fálica torre Agbar; sus precios abusivos del Bar Núria y su plaza de Sant Jaume, donde mi algo fantasioso abuelo, dice que nada menos que dos presidentes de la Generalitat, Companys en el treinta y dos y Tarradellas en el setenta y siete, le saludaron desde la balconada a él, personalmente a él, cuando una enorme multitud de catalanes atestaba la plaza y era imposible distinguir los rostros.
Y como dicen que pasa cuando te enamoras, según las películas (bueno, yo lo escuché en la de “Tuno Negro”, que también vaya chorrada de película de la que me fui a acordar, sería la armonización de los contrarios), escuché música en mi interior. “Menina moça”, aquella bossa de Stan Getz y Laurindo Almeida. Como después no resultara brasileña, iba a ser mi hecatombe.
Cuando llegué a mi casa de la Praça Reial, me sumergí en su recuerdo durante un buen rato. La imaginé dentro del mayor de los tópicos brasileños: la playa, alguna de las playas de Río de Janeiro. Un atardecer en impasse, un bikini minimalista y una canción de António Carlos Jobim. “Corcovado”, “O morro não tém vez” o quizá “Desafinado”. A pesar de mi memoria visual, ¿cómo fue posible que, de tan breve contacto, recordara tan nítidamente sus rasgos? La curva de sus hombros, la anchura exacta de sus caderas, el dibujo de sus muslos, la longitud de los rizos de sus cabellos…
Me sacó de aquel ensimismado deleite, suave como el aterrizaje de las olas de aquel atardecer imaginado, el volcán sonoro del teléfono con la llamada apremiante de mi colega, el saxofonista de la banda, reclamándome con urgencia: que dónde cojones me había metido, que si no sabía que en una hora teníamos que tocar en el Jamboree, que más me valía que estuviera listo para bajar en lo que dura un estornudo y realizar la prueba de sonido o me iba a cortar los huevos y que, para variar, era un jodido desastre.
Lo era. Pensando en mi soñada brasileña, me había sobado. Miré el reloj y se me hizo completamente comprensible el estado de ánimo de mi colega, cuya desesperada urgencia me había dejado los nervios crispados a mí también. Me lié y fumé un porro asomado a la balconada, porque me resultaba preferible llegar con menos tiempo pero relajado que hacerlo con más tiempo pero hecho un flan y no dar una con las cuerdas, o romper tres de golpe sin raja de falda de por medio. Mucho peor que los Estopa.
La plaza y sus palmeras, altivas en su follaje estilo Celia Cruz después de haber metido los dedos en un enchufe, bullía por sus costuras. Los soportales registraban tráfico, pero el centro reclamaba atención como un número de trapecistas reclamaba la torticolis de los espectadores del circo. Con sus borrachos de pedigrí callejero, sus mochileros del Katmandú, sus turistas despistados y descuideros al acecho, sus secretas evidentes y sus camellos de baja estofa, y hasta gente normal como la descrita (anormal la ciudad que no se provea de los anteriores), la plaza era desde mi observatorio un pasaje del Titanic, con sus grandezas y miserias, que ignoraba su desastroso final.
Y en un rincón, el Jamboree, como la fiel orquesta, inasequible al desaliento, que sigue tocando contra viento y marea.
Entre oscuridad y gintonics, tratando de abstraerme un poco inútilmente del recuerdo de mi desconocida y para hacernos un hueco entre la programación permanente de la sala, un saxo, un bajo, una batería y una guitarra, como los cuatro elementos básicos – aire, tierra, agua y fuego –, nos disponíamos a moldear una sesión que estuviese a la altura de las “expectativas puestas en nosotros”, en palabras del dueño de la sala.
– ¿Expectativas? – nos preguntamos los cuatro.
Porque, claro, no éramos ni Javier Colina, ni Tete Montoliu, ni Sonny Rollins, ni Herbie Hancock, ni siquiera en potencia. Nos ganábamos la vida tocando en sitios de la costa y menuda alegría si alguna vez lo hacíamos fuera de Cataluña. ¿Expectativas de qué? Entonces comprendimos que, más que ánimos, lo que el dueño nos quiso dar era “su palabra” de que, o hacíamos un concierto de puta madre o el camino de la puerta no haría falta ni que nos lo señalaran.
– Que en el Jamboree no toca cualquiera…
– Y encima a ti se te ocurre llegar tarde, melón.
Mi colega, de nuevo.
– ¡Oye, que esto tampoco es lo que era, eh!
No sé si lo dije porque de veras lo creía o para marcarme un farol que rebajara tensiones.
Empezamos bien, quizá algo flojos, atenazados por los nervios, con un tema nuestro. Tras otros dos temas, uno de ellos una versión de Ramsey Lewis que nos quedó bastante bien para lo poco que la habíamos tocado, pero que, no sé por qué, acabó por chirriarnos, tuvimos la sensación de que aquella no iba a ser nuestra noche. Igual que en el fútbol existe lo de jugar a la ofensiva o a la defensiva, vimos que estábamos tocando más a la defensiva, con miedo a perder, que a la ofensiva, dispuestos a ir a por el partido. Una sombra de pánico nos envolvió. Fue entonces cuando la vi aparecer.
Milagro de los dioses, de los diablos o de las ninfas acuáticas del Port Vell, el caso es que apareció. ¿Sabía mi paradero? ¿Me había seguido? ¿Olía mi rastro deseoso de volver a verla igual que los perros huelen el miedo? ¡Qué más da! Preciosa, deslumbrante, con las Converse azules, pero llevaba un vestido negro atado al cuello, que dejaba su espalda descubierta y sus piernas libres hasta la rodilla. Un brazalete plateado en su brazo derecho lanzaba destellos de luz por la sala. Ahora, pensé, es el momento en que rompo las cuerdas de la guitarra.
Pero igual que su presencia había convertido Barcelona en la ciudad más linda del mundo, la activación del chip interior me hizo reaccionar a tiempo para salvar una noche destinada a ser fúnebre. Antes de que cualquiera de mis compañeros pudiera reaccionar, acometí los primeros acordes de “Menina moça”. Por un instante, me odiaron, pero les animé con la mirada a que siguieran, siguiéramos por ese camino – un camino marcado por ella – y que así no podríamos fallar.
Nos fue de perlas. Durante el transcurso de la pieza, la miré como si nada más que la música, ella y yo existiéramos en el mundo. Fue un caminar sobre las aguas, una subida al Cristo del Corcovado y una Mañana de Carnaval, como una montaña rusa donde sólo pensaba en que por favor, por favor, no se acabara la música. No recuerdo cuántos aplausos recibimos. Sólo supe que, al final del concierto, algunos espectadores, en su entusiasmo, nos llegaron a comentar que aquella había sido la mejor versión de “Menina moça” que habían escuchado desde la de Getz y Almeida. Marchando por la senda de la bossa nova, conseguimos la plaza en el Jamboree. Mis colegas quisieron celebrar el rotundo éxito.
Pero yo tenía otra preocupación.
¿Dónde estaba ella?
La busqué por la sala, en el baño de señoras (lo cuál casi me cuesta una bofetada), en la puerta. No estaba. No estaba. No estaba. Me moría por dentro. Quise llorar. Quise estar borracho y despertar con resaca, para no acordarme de ella, de nada de lo que había pasado al día siguiente. Quise destrozar aquella guitarra que la había atraído en la Barceloneta y había sido incapaz de retenerla en el Jamboree.
Con un sabor acre en la boca, y una despedida casi a la francesa, salí del local y me dirigí con furia a través de los soportales de la plaza hasta casa. Nunca me habían molestado ni las palomas, ni las farolas, ni llevar a cuestas la guitarra, pero aquella noche se me hizo eterno y pesado el caminar, me resultó repulsiva la luz indirecta bajo las arcadas de la plaza y odié las aves que dormitaban en sus escondrijos. Jamás soportaría volver al Jamboree. Mi cabeza daba vueltas a sombras monstruosas: mis pensamientos. Menuda forma de triunfar.
Furioso y cabizbajo, sólo al llegar al portal tropecé con la visión de las Converse tobilleras y las piernas que les pertenecían. Al subir la vista, la vi allí, sentada. Esperaba mi llegada como una groupie habría esperado acechante al ídolo para pedir un autógrafo, un beso o una fecundación sin vitro y en el acto. Pero estaba allí para tomarme de la mano, levantarse y decirme si no la invitaba a pasar, que no quería pasar la noche sola en su apartamento del lado contrario de la plaza.
– Te he visto muchas veces, escuchándote desde mi ventana, viéndote cruzar hasta el Jamboree, escuchar a los músicos y soñar con ser como ellos algún día. Me gustas. Y me ha gustado mucho que tocaseis “Menina moça”.
– La empecé a tocar para ti – contesté.
Se lanzó a mi cuello y me besó.
– ¿Cómo te llamas? – pregunté
– Eliana.
– ¿Brasileña?
– De Curitiba.
Bingo.
Lo que pasó aquella noche fue, como en el caso de los médicos, los sacerdotes y los magos, cuyos trucos no se revelan, secreto profesional. Eliana, extraordinaria, sensual, dulce y maravillosa Eliana, es la melodía que faltaba para esta Praça Reial. Bossa nova, blues y rumba catalana juntas en una partitura que se escribe en una piel desnuda café con leche, bombón helado, caramelo, atravesada de luz del día filtrada por las rendijas de una contraventana verde. Un sol de Río en este cuarto creciente del Mediterráneo.

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