viernes, 29 de julio de 2011

LAYLA


Cuando la noche se llena del ambiente y del humo con que el jazz se hace presente, una máquina del tiempo se activa y es entonces, sólo entonces, cuando subo al escenario.
Esa es la especie de ritual que mantengo y que algunos, desconocedores de esta historia, suelen confundir con el pánico escénico. Según estas personas, actúo por capricho o por canguelo si no siento las vibraciones más positivas cuando el público no rebaja sus exigencias o no tengo un cierto nivel de confianza previa. Y entonces, la sesión es un petardo o simplemente no salgo al escenario alegando una indisposición de última hora o cualquier otra excusa peregrina.
Pero esto sólo me ha ocurrido en cuatro casos mal contados, y por casos de fuerza mayor que no tienen que ver con vientres sueltos, indigestiones. Quizá con ingestiones de alcohol y drogas, duras o blandas. Los vicios habituales. Lo que si es cierto es mi necesidad de tener esas vibraciones positivas, pero no necesariamente del público, con los debidos respetos, sino del ambiente en su sentido más etéreo. Necesito empaparme de su electricidad para evocar el recuerdo de una mujer a quien acaricié como ahora, y como nunca a la vez, acaricio las cuerdas de mi guitarra.
Toco por ella, y necesito sentirla cerca. Aun sabiendo que se encuentra lejos de aquí y de mí.
Los músicos de la banda tenemos cada uno nuestra adicción, de la más prosaica a la más espiritual, incluso en combinación. Del perico a la estampita del Cristo del Gran Poder, y sea por lo que sea, su funcionamiento a la hora de presentarse o no a la escena está fuera de toda duda. La ventaja que estas adicciones tienen, en el caso del resto de miembros, es que cuando quieren desintoxicarse de ellas, nada más tienen que acudir a una clínica o a una procesión para volver como la seda a la hora de la siguiente actuación.
Lo mío, sin embargo, no tiene arreglo.
Por eso, en algún momento, en cualquier sitio, entre las mesas del fondo de la sala, más entrevista que nítida, más imaginada que real, pienso que está allí, que ha venido, aunque su presencia no sea más que una invención de mi mente que sólo existe en el transcurso del concierto (y a salvo del tiempo), y que más tarde sólo el remedio de otros brazos atenuará el dolor que causa despertar de ese imaginando, pero no lo alivia definitivamente.
No intuyo; sé que esta historia no tiene final feliz. A veces creo, hasta deseo, que lo tiene para ella, aun al precio de condenarme a amores tan fugaces como corteses. De esos que acostumbran a dejar los marineros en cada puerto. Los dejo tras cada actuación, tras cada vuelo por el pentagrama y cajetilla de rubio compartida con la muchacha que mostró su admiración y generoso escote por esa pieza que sonó mejor que el Sonny Rollins o el Grant Green originales. Al no hacer promesas a la partida, el fugaz encuentro queda como un broche de oro espléndido a la actuación. Pero para mí se ha convertido en lamentable costumbre acumular muescas y no ganar el duelo.
¿Y si esta vez ella ocupara la silla de aquel hueco?, me digo en el ensayo, mientras probamos sonido, se saca brillo a los metales con el cuidado de quien abrillanta los cubiertos o el contrabajista acaricia la delicada madera de su instrumento. Observo sus dedos y los míos recuperan la memoria de los días en que, como el vuelo de una mariposa, se posaban los míos sobre la piel de su vientre y sus caderas, acariciándola como las cuerdas de la guitarra. Su cuello, como el mástil, giraba hasta el encuentro de mis labios en una melodía sensual y perfecta en las noches de amor. Mis dedos acariciaban el cuello y se deslizaban en arpegio hasta su sexo, momento en que un grito ahogado anunciaba el inicio de otra melodía, más encendida y pasional.
Pero no había oportunidad de ganar el duelo, igual que ahora. Podía ser el músico y que ella fuera la musa. Hacer muescas de infidelidad sobre la pared de su conventual fidelidad de noviazgo años setenta. Pero había cosas que, aun sabiendo que haría con el corazón, su cabeza no estaba en condiciones de asumir.
Quizá por eso no conservo más que la guitarra eléctrica de mis orígenes musicales, casi coincidentes con aquel amor de juventud. Sólo por ella no me he resignado a deshacerme de un instrumento al que, en más de una ocasión, hubiera deseado prender fuego, en medio de un arrebato de cólera o de melancolía alcohólica. Por paradójico que resulte. Somos contradicción.
Aquella chica destinada a matrimonio de sociedad se escapaba a su destino con el guitarra de una banda que versionaba a The Animals, The Doors, Grateful Death, Credence o Eric Clapton. Carne de cañón para unos, futuro brillante para otros, el mundo del rock’n’roll no parecía estar hecho, de cualquier modo, para las delicadezas de una señorita casadera. A veces me pregunté si no estuvo acaso dándose un capricho conmigo, un regalo anticipado de boda a mi costa. Aprendiendo un Kamasutra práctico. Pero sé que no fue así. Se dio conmigo de forma sincera y no olvidaré sus lágrimas al pedirle lo que no estaba en su mano poder dar.
Supe que no estaba en su mano porque, aunque mi cabeza no quisiera o no pudiera entender (“don’t let me be misunderstood”, parecía decirme, y acabé haciendo lo contrario), entendí con la imagen de su llanto en el último concierto al que asistió, y en el que la perdí para siempre, que aunque quisiera, había algo que le impedía acceder a mi petición de ser algo más que amantes secretos.
¿Fui egoísta? Cada día pienso más que sí. No sé si alguien con otro temple hubiera aceptado salir con ella sabiendo que estaba comprometida, y de qué forma. Yo lo hice, asumiendo que en tales circunstancias las dificultades son máximas y las relaciones pueden acabar con más facilidad que en otras situaciones. No debí haberle pedido que abandonara, que renunciara, a más cosas aún. ¿A qué renunciaba yo? Al contrario, todo lo que hacía era ganar sin arriesgarme. Y, sin embargo, en aquel concierto acabé tocando algo que cualquiera, como hizo ella, interpretaría como un ultimátum.
“Layla”.
Aquella canción de Clapton pidiendo a su enamorada que dejara a su viejo hombre, que él le había ofrecido unos brazos y un consuelo, que quién cuidaría de ella cuando aquel le fallase, que oh Layla, me tienes a tus pies, aclara esta mente atormentada, no me digas que este amor fue en vano… Si a Clapton le funcionó, a mí tampoco.
Tocamos con rabia, con dolor, como si se nos fuera alguna constante vital en el empeño y quisiéramos recuperarla con la nota siguiente. Empujados por mi rabia, mi dolor y mis constantes vitales, al borde del colapso. Las vibraciones de las notas de la guitarra y de mis cuerdas vocales eran como puñales directos a su mente. Como hoy, como todos los días desde entonces, no supe dónde estaba ella y, sin embargo, la sentía muy cerca, a pesar de la marea que era el público del colegio mayor que, estremeciéndose y gritando cada “Layla” como un terremoto, nos aturdía como una gigantesca ola apasionada.
Fue nuestro último orgasmo conjunto. Triste, lejanos el uno del otro, sentido como una punzada en el interior. Penetrante y sentimental. El final de aquella canción, con su llanto lejano entre sus aplausos, supe que era el final de nuestra vida en común. No podía decir nada, ni diría nada, porque su llanto de imposibilidad decía más que cualquier palabra.
El tiempo pasado me dejó el recuerdo de aquel día y el exorcismo previo a cada concierto de necesitar la electricidad de aquel día cargando el ambiente, aunque sólo sea en mi imaginación y en mis sentidos. Sólo así, evocando esa despedida triste, la manera en que nuestras mentes y nuestros cuerpos volvieron a unirse y separare, con una violencia y un amor fuera de toda medida, puedo salir a entregarme a otros públicos, a otros mundos y otros ojos.
Sabiendo que aquel día ella y yo nos amamos como nadie se amó nunca…

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