miércoles, 27 de julio de 2011

¡VIVA PORTUGAL!

Recuerdo un artículo del escritor gallego Manuel Rivas que se titulaba “El club de Portugal”. Me pareció una buena idea eso de expedir carnés de adhesión prolusitana, aunque haya quien se resista, siguiendo la máxima de Groucho, a pertenecer a un club que le admitiera como socio. Las facilidades de las redes sociales, donde uno puede hacerse fan de causas tan descabelladas como las señoras que agachan el paraguas dispuestas a sacar un ojo al transeúnte más cercano o los rizos del cantante David Bisbal, han hecho que el deseo de Manuel Rivas acabe siendo más fácil, aunque también los criterios de admisión sean de los más laxos.

Habría que crear una iniciativa en facebook a través de la cual uno pudiera pulsar sobre el icono de “Me gusta” a una página dedicada a todas las formas de preparar y degustar el café en Portugal, que si es el bacalao lo que tiene fama de ser preparado de mil y una maneras, no lo son menos los cómo de tomarse un café en Lisboa, en el café del Chiado, enfrente de la Livraria Bertrand y a la sombra perenne de Fernando Pessoa esculpido en bronce. También son mil y una las noches del Barrio Alto, con su mezcla de estilos, desde la languidez del fado con una copa de Oporto o de Reguengos a la noche más movida con un mojito en la mano. Y mil y una las inmensidades desde las que uno puede encaramarse y sorprenderse del infinito: desde el paisaje sin fin de la planicie y la montaña en Marvão, apenas llegado desde España; hasta la ruptura abrupta del océano en invierno en los acantilados de Sines o de Viana. Como en la película de “Cabaret”, en Portugal podría decirse que hasta la tuna es hermosa, rareza desacostumbrada para un país como el nuestro donde la huida despavorida ante los desprestigiados tunos es costumbre, mientras en Oporto o Coimbra es uno de los mayores deleites.

Ningún mercado absurdo de los que hoy atacan con saña los países meridionales de Europa han sufrido nunca de amores con un rebetiko entre las antiguas tabernas de Esmirna (mucho menos han bailado de la mano de Anthony Queen su famoso sirtaki), ni han adivinado jamás las maldiciones que se le iban a lanzar en los posos de un café en un bar de Rodas o El Pireo. Si lo hubieran hecho, se hubieran abstenido de lanzar males de ojo a los griegos. De igual modo, no puede esperarse que sientan emoción alguna por los fados de Amália ni sientan abrirse algo en su alma al escuchar “Estranha forma de vida” o “Povo que lavas no rio”. Como mucho, sabrán donde está el Algarve de los Ferraris y las urbanizaciones de lujo, pero nunca se perdieron por Alfama ni se les vio cantar fados de Coimbra, igual de hermosos pero menos dramáticos.
Asociado siempre a la nostalgia, y muchas veces por razones que convenían al trasnochado fascismo del dictador Oliveira Salazar (para quien un pueblo triste y abnegado en su miseria no se alzaría contra su tiranía), el fado habla de pasiones que, como tales pasiones, pueden ir desde el extremo heroico a la tragedia o sumergirse en el recuerdo por el amor que partió (figurada o literalmente, como en el caso de “Laurindinha”). Pero la cantante Mariza ya se encargó de reproducir en una canción toda una declaración de intenciones al respecto: “Se ser fadista é ser triste, então eu não sou fadista”. Y es que muchas veces el fado es una declaración de intenciones, un “A Dios pongo por testigo de que…”, pero sin las estridencias de Escarlata O’ Hara. Para cantarlo, el hieratismo es virtud.

Ocupando Portugal una alargada faja de unos noventa mil kilómetros cuadrados, una extensión apenas más grande que la de Andalucía, nuestro vecino atlántico pasa por la vida despacio, como si no quisiera que se le notara demasiado, con discreción. Uno lo compara con Cristiano Ronaldo, su deportista más famoso, y no se explica cómo él o José Mourinho pueden ser realmente portugueses. Gente cordial, con la sonoridad especial de su lengua, merced a la cual hasta los insultos suenan menos ofensivos que en nuestro bizarro y faltón castellano, tienen un país tan desorganizado y hasta posiblemente igual de corrupto que el nuestro. Pero en su carácter tranquilo, que algunos confundimos extrañamente con la tristeza, y en su menor agresividad, como refirió el jienense Antonio Muñoz Molina, hay algo que le confiere un sabor diferente. Sus edificios, por ejemplo, acreditan esa condición de decadencia digna, decimonónica, de la que se ven impregnados los propios portugueses. Si no fuera por las piedras irregulares y gastadas de sus aceras, podría caminarse horas y horas por Lisboa, Oporto, Coimbra, Aveiro – la llamada “Venecia portuguesa” – o las capitales de sus hermosos archipiélagos.

Y recuerdo, para dar fe de esa menor agresividad, la noche de un viaje que hice con dos amigos a la capital lusa. En un local de Barrio Alto que, de puro lleno como estaba, acabamos junto con otros muchos tomando nuestra consumición en la calle. El nivel de ruido en el exterior era mínimo, las conversaciones suaves, las risas leves aunque francas. Dos policías de seguridad pública (PSP), equivalentes a policías nacionales españoles, pasaron por entre la gente y no dijeron esta boca es mía. Situación impensable en, por ejemplo, La Latina. No en vano, tengo noticia de que han aparecido pintadas mezcla de humor y mala uva en el mismo Barrio Alto, en las que puede leerse, en la lengua de Camões, “Turista, si quieres armar ruido, vete a España”.
Portugal, el país triste, fue escenario de una alegría colectiva que no nos permitimos los españoles del ruido y la fiesta, la traca valenciana, los encierros pamploneses y las sevillanas en el Real de la Feria. Su viejo complejo de no desear ser un país pequeño le llevó a embarcarse en aventuras imperiales, con o sin rey, que a larga le perjudicaron, como reflejó el incontenible genio cinematográfico de Manoel de Oliveira en “Non, o la vana gloria de mandar”. Pero fue grande al protagonizar la que se ha dado en llamar la última revolución romántica: el Veinticinco de Abril o la Revolución de los Claveles. Mezcló lo trágico – los cuatro muertos causados por un tiroteo de la policía política salazarista – con lo cómico – la equivocada impresión de un brigadier de la dictadura que fue a felicitar a las tropas… revolucionarias de la Plaza del Comercio –, y el heroísmo – el capitán Maia enfrentándose desarmado y con fortuna a una columna enemiga que acabó uniéndose a sus tropas – con la improvisación – la salida imprevista del pueblo a la calle, en señal de apoyo a sus libertadores y el reparto de claveles a los soldados –. Aquellas imágenes dieron la vuelta al mundo, incluyendo la España gris del senil Francisco Franco, encendida de un rojo vergüenza al ver cómo, al año siguiente, la embajada en Lisboa era asaltada al grito de “Espanhois fascistas!” en protesta por los últimos fusilamientos en vida del general.

Reconozco ser un enamorado de Portugal, un país que no se merece lo que le está pasando ni lo que le están haciendo los habituales hacedores de enredos. José Afonso, el autor de “Grândola vila morena”, la canción con la que se dio señal de inicio a la revolución, explicaba cuando estaba inmerso en la enfermedad que iba a costarle la vida que a él le salvaría otro Veinticinco de Abril. Quizá sea esa la salvación de Portugal, cuando no del mundo entero, un día tan cercano a mi amado Catorce del corriente. Quizá, algún día, nos recuperaremos de esta crisis - ¡a qué precio! –, pero a lo peor lo hacemos con meses que no tengan días veinticinco ni catorce (o directamente, como en la canción de Sabina, nos habrán robado el mes de abril) y no recordaremos ese otro espléndido fado que, como enfrentándose anticipatoriamente a la espiral del consumo, nos decía “Tenho uma saia rodada /não preciso de mais nada”.

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