miércoles, 6 de julio de 2011

ARTIMAÑAS DE UNA BOLSA

El material plástico surge como doble negocio, primero por la instalación de las bolsas en nuestra vida cotidiana, relegando a los cestos y capazos al rincón de los recuerdos más recónditos, al mismo rincón donde poco a poco fueron sumergiéndose los mercados municipales y de abastos, en los que el único musical era el habitual bullicio de mercaderías, conversaciones y pregones de precio y calidad acompañados de un “reina” o “bonita” dirigido a las compradoras (las labores de aprovisionamiento doméstico eran por entonces femeninas, y aún hoy siguen siéndolo en buena medida). Más adelante, la segunda vertiente del negocio surge por su supresión y el cobro de un peaje por su uso, o por las bolsas nuevas biodegradables, debido a que se vieron como perjudiciales por su coste medioambiental o tal vez porque la escasez de petróleo hacía necesario que el oro negro se empleara en otras cosas, sin que el gran público fuera conocedor de la razón última de por qué desaparecían las bolsas de plástico, no fuera a ocurrir que cundiera el alarmismo, se usaran energías alternativas, se empleara de nuevo la bicicleta, los mercados y tiendas de barrio y la hecatombe amenazara las cuentas de los centros comerciales y los bolsillos del concejal de urbanismo que autorizó su construcción.

Debido a esta contingencia, un retén de bolsas de plástico, contra la lógica medioambiental que presidía los tiempos modernos, aún sigue poniéndose en circulación y da lugar a historias pintorescas de tono costumbrista como la que acontece en nuestro caso. Nuestra protagonista es una bolsa para grandes volúmenes, abandonada a su suerte en la estrecha bocana de un contenedor amarillo atestado y que había sido imposible de empotrar para su amarre más o menos ortodoxo, pero amarre al fin y al cabo, entre envases y plásticos variados. Drama el de estas bolsas sueltas, grandes, que escapan al viento sin poder cantar la famosa canción de Raimon ni pueden llamar a su barco Libertad, como en los versos de José Luis Perales, y danzan solitarias a la intemperie in un armario de juguete, una mesita de noche, un recambio de automóvil o cualquier cosa voluminosa que las llene. Si las bolsas pudieran cantar a otra cosa distinta que al olfato…

En medio de su silencio y sin aviso previo, la protagonista de esta historia, se fugó de su container sin escuchar coro alguno de sus compañeras despidiéndola al ritmo de “Algo se muere en el alma cuando un amigo se va…”. Se quedó en medio de la calzada, de blanco y rosa, como un pastel de nata y fresa fofo, vacío de contenido. Pasó un autocar de línea regular y, sin pagar billete ni portar equipaje alguno, se subió a él – concretamente a sus bajos – para hacer compañía a los viajeros, algunos medio dormidos por la hora temprana, otros con los cascos conectados a sus móviles y otros enfrascados en conversaciones a las que desganadamente atendían lectores de diarios, quienes no sabían que era más insulso, si la realidad periodística o la narrada por boca de sus acompañantes.

Su descubrimiento del mundo no fue muy largo. La parada cercana de un pueblo cercano a la capital donde había comenzado el viaje y un tirón del conductor que la dejó sin un asa, mutilándola preciosamente, la privó de proseguir viaje por los anchos mundos. Se quedó al borde de la acera, pero otra racha de viento, oportuna o inoportuna, según se mire, la puso bajo los ejes de un turismo deportivo de gama alta que la devolvería a toda velocidad a la ciudad donde había iniciado su viaje. En el descapotable, candidato a la multa por exceso de velocidad, viajaban dos exponentes del pijerío en vacaciones más snob que podía verse en la provincia: un engominado sobrino de promotor inmobiliario cuya pareja era, si cabe, más insoportablemente pija, la cual, al dejar su melena al viento, maltrataba más al medio aéreo que la propia bolsa a la aerodinámica del automóvil.

Un derrape chulesco en un cruce de calles puso la bolsa nuevamente a merced de los caprichos eólicos. Bueno, más bien a merced de los caprichos de los devotos de San Cristóbal. Se retorcía, se doblaba sobre sí, se desdoblaba y se convertía en un ocho imperfecto cuando un coche, una furgoneta de reparto, un cuatro por cuatro o un autobús municipal pasaban sobre ella. Se había llevado más golpes que el sparring de un peso pesado. Una ráfaga a ras de suelo acabó por levantarla unos centímetros del suelo y engancharla al parachoques de un autobús urbano. Ni las paradas y acelerones, las subidas y bajadas de pasajeros, los carteristas y tocones ni tampoco el bofetón que se llevó uno de estos metemanos, propinado por la campeona provincial de judo, no impidieron que la bolsa se desenganchara hasta que llegó al destino final y el chófer la mutilara de la otra asa.

El misterio siguiente fue cómo pudo engancharse al trasportín trasero de aquella bicicleta. Misterios de la física, agujeros sufridos durante su odisea, casualidad que lo quiso así, el caso fue que al engancharse quiso provocar en los coches la insólita sensación de que la bicicleta iba en servicio de emergencia. Y, sin que sirviera de precedente, cedieron el paso al ciclista al verle marchar por las calles en las que transitaban conjuntamente. Hasta que, tan fácil como se había enganchado, acabó por desengancharse sin que quien manejaba manillar, cambios, frenos y pedales hubiera notado su presencia de polizona.

Sin comerlo ni beberlo, la bolsa había ascendido y descendido, ido y venido, desplazándose como en una montaña rusa del modo similar al de una bolsa de valores. Y así había llegado al centro de la ciudad, el ayuntamiento, desde aquel contenedor repleto de las afueras. Quiso la casualidad, el azar o el don de la oportunidad con que los dioses juguetean con los seres humanos que la bolsa llegara en el momento oportuno en que el alcalde, en un gesto calificado por sus oponentes de “populismo barato” y “brindis al sol”, compareciera al aire libre ante los medios y les invitara a respirar el aire de la ciudad, para que vieran cómo la suciedad no tenía nada de extraño ni perjudicial en el ambiente de su municipio. Llenaba sus pulmones el alcalde y la bolsa, en ese instante, emprendió su última ascensión y caída, terminando por elevarse y descender sobre la plaza, sobre la cara del primer edil de la villa, entorpeciendo sus ejercicios aeróbicos. Los flashes de docenas de cámaras captaron ese instante en que bolsa y cara se mimetizaron.

Neutralizada la bolsa por los guardaespaldas, nada sin embargo pudo neutralizar el escarnio público del regidor municipal, quien habría de encontrarse al día siguiente con su foto destacada en todos los periódicos y con el titular, destilando un enervante doble sentido, de “Artimañas de una bolsa”. No en vano, la imagen captaba justo el momento en que su cabeza y el envoltorio quedaban confundidos, y era complicado adivinar si el alcalde poseía testa o sólo testiculina.

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