lunes, 11 de julio de 2011

UNA FE BAJO TIERRA

“A morte saiu à rua num dia assim

naquele lugar sem nome pra qualquer fim.

Uma gota rubra sobre a calçada cai

e um rio de sangue dum peito aberto sai.”

José Afonso.

En vísperas de la conmemoración del 18 de julio, setenta y cinco años del golpe de Estado contra la Segunda República, leo en el especial “Memoria Pública” de la edición digital de Público la noticia de que, en una localidad burgalesa, han sido exhumados los restos de 59 cadáveres de fusilados por las fuerzas rebeldes. Esta fosa, conocida como la de “los ferroviarios”, alberga los restos de trabajadores y, además, de un sacerdote, el padre Revilla, al que los defensores de la “Cruzada”, tal y como ha sugerido algún que otro autor del Diccionario Biográfico Español, y más tarde los del pacto constitucional, han mantenido desde 1.936 sepultado en y mezclado sin consentir que sea enterrado como correspondía.

Quiero dejar clara una cosa: a mí no me van a herir los tímpanos ni los ojos quienes, desde la apología del bando rebelde, nacionalista o nacional, pretenden compensar a los muertos republicanos con los que fueron asesinados por quienes defendían, con una autoridad más nominal que real, la causa de la República. Que éstos últimos fueron víctimas de salvajadas no voy a negarlo ni tampoco voy a hacer una defensa de personas como Agapito García Atadell, los patrulleros del Amanecer y demás personajes que rindieron un flaco servicio a la defensa de la libertad y la democracia españolas de aquel tiempo, salvajemente golpeadas gracias al golpe de Estado. Pero aquí se acaba la razón que les doy. Una vez que estos han podido enterrar a sus familiares, rendirle homenaje (a veces, hasta honores de estado) y dedicarle nombre de calles, cuando no los merecían por su declarado carácter de conspiradores (ejemplo: General Fanjul, en el barrio de Aluche de Madrid; García de la Herrán, en Carabanchel), dejen que hagan lo propio quienes no han podido hacerlo por causa de la dictadura y porque el pacto de la transición ha impedido, por error u omisión de responsabilidades, no lo ha hecho posible. El franquismo, mediante desgravaciones fiscales o ayudas de otra índole, permitió la exhumación de restos y el recuerdo como lugares sacros los sitios donde tuvieron lugar fusilamientos por parte de las fuerzas republicanas. No recuerdo, en este sentido, una iniciativa estatal acorde con estas directrices marcadas por el antiguo régimen y respecto del régimen democrático que antecedió al actual, y ello pese a que las comparaciones entre la Segunda República y la monarquía constitucional actual (incluyendo las palabras “el rey republicano”) se siguen haciendo, aun ofendiendo a la propia trayectoria histórica.

Nada más lejos de la realidad el pretender comparar a los rebeldes con los gubernamentales. Tras instaurar un feroz sistema de represión en 1.936, con su triunfo parcial (o parcial fracaso), mediante los bandos de guerra, los militares conspiradores y las fuerzas civiles (carlistas, falangistas, gentes llamadas de orden) prosiguieron su labor durante y después de la contienda, aplicada mediante una justicia militar de escasas o nulas garantías procesales. Antonio Ruiz Villaplana, secretario de juzgado en la España nacional y autor de “Doy fe” (posteriormente exiliado); Francisco Mateu, editor y ex combatiente con los rebeldes o el ex magistrado del Tribunal Supremo de la República Francisco Partaloa, al que el gobierno republicano facilitó su marcha por las amenazas a que estaba siendo sometido en la zona gubernamental, dieron testimonio del diferente cariz que tomó la represión en ambos lados y de cómo, entre los rebeldes, ésta obedecía a un sistematismo que hoy es definido como genocidio y ha dado pie a la presentación de demandas judiciales. Entre los republicanos, sin embargo, la falta de resortes de control de orden público, a consecuencia de la entrega de armas a los grupos obreros y por la ausencia de oficiales militares o de las fuerzas de seguridad que, por haberse pasado a la sublevación o por la falta de confianza depositada en ellos al podérseles ver como potenciales traidores (según describe, entre otros, Julián Zugazagoitia, periodista y ex ministro de Gobernación con Juan Negrín) facilitó una labor de limpieza para muchos que creyeron que la revolución social, parida con sangre de “fascistas”, estaba en marcha. Al gobierno republicano le costó un mundo poder controlar la situación, con toda su buena intención y con la presencia de hombres capaces para hacerlo, pero demostró a partir de 1.937 que se podía conseguir y se consiguió. Indalecio Prieto – ministro de Defensa Nacional, quien se opuso desde el principio a la política de exterminio del adversario –, Juan Negrín – jefe del gobierno desde mayo de 1.937 y reorganizador del Cuerpo de Carabineros, policía de fronteras –, Manuel de Irujo – ministro de Justicia –, Melchor Rodríguez – delegado de prisiones para Madrid y paralizador de las “sacas” de Paracuellos del Jarama –, José María Aguirre – lehendakari del primer gobierno autónomo vasco, cuyo gobierno observó un estricto respeto de la legalidad –, Lluís Companys – ídem que el anterior, pero en Cataluña –, Mariano Gómez – magistrado del Supremo y uno de los impulsores de los Tribunales Populares – o el propio Francisco Largo Caballero, de quien Gabriel Jackson escribe que, pese a su pasado de infantilismo izquierdista “defendió las libertades republicanas mejor que un republicano de toda la vida” consiguieron poner coto en buena medida a las actividades asesinas de los grupos violentos.

Dos eran los motivos que impulsaban a hacerlo: uno, la propia integridad moral y legal de la República, cuyo régimen, que garantizaba los derechos de la persona, no podía verse avasallado de una manera tan terrible por personas que estaban colocando al borde del precipicio, tanto como la propia rebelión militar, a la propia República por la que decían luchar, ya fuera de forma real o simplemente nominal. El segundo, no menos importante, era la capacidad de atraerse a las democracias occidentales (Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos) que, con episodios como aquellos y sobre todo los que acontecían en Madrid, donde residían las embajadas y a las que, como declaró el embajador Ángel Ossorio y Gallardo en Ginebra, les fue reconocido el derecho de asilo por el gobierno republicano (método por el que se salvaron once mil personas amenazadas) estaba quedando a la altura del betún. Pese a que, avanzado el tiempo, políticos como Churchill, Léon Blum (primer ministro francés) o el embajador norteamericano Claude Bowers, claro simpatizante de la causa republicana junto con el matrimonio Roosevelt, elogiaron los esfuerzos del gobierno Negrín por mantener una línea política escrupulosa y legalista, la No Intervención se mantuvo y en la escena internacional pesó más apaciguar a Hitler y Mussolini, buenos auxiliadores de Franco, que el que la República Española se hubiera vuelto o no un satélite soviético.

Franco y sus generales jamás tuvieron ese problema: la ayuda en hombres y material de la Alemania nazi y la Italia fascista era abundante; los círculos financieros ingleses y las compañías petroleras norteamericanas estaban más interesados en que un general mandase sobre aquel pueblo analfabeto, del mismo modo en que Salazar los estaba haciendo en el vecino Portugal, y la Sociedad de Naciones era sustituida por un Comité de No Intervención que, a juicio de los historiadores como Ángel Viñas, tenía una base legal más que endeble si observamos el derecho internacional de la época. Además, su convencimiento en que España necesitaba una limpieza a fondo de masones, maestros, obreros de izquierdas, jornaleros huelguistas, ferroviarios y mineros, abogados rojos como Jiménez de Asúa o Casares Quiroga, catedráticos perniciosos o separatistas vascos y catalanes, aun siendo clérigos, estaba muy claro. Hubiera habido o no una guerra civil, la cifra de sangre que se llevó por delante la represión sólo hubiera variado en la cometida por los republicanos, que hubiera sido muy inferior o nula si la militarada hubiera triunfado en pocas horas. Mola o Queipo de Llano ya lo dejaron establecido mediante instrucciones reservadas, y la columna de Yagüe, al entrar en la ciudad de Badajoz, masacraron a 4.000 personas, incinerando sus cadáveres para evitar la putrefacción y llegando tan insoportable hedor hasta la ciudad de Elvas, en Portugal, a once kilómetros de distancia. En la capital pacense, los republicanos habían encarcelado y respetado la vida de unos prisioneros derechistas que, más tarde, se lanzaron a acusaciones y diatribas que causaron la muerte de “cuatro mil rojos”, en declaraciones de Yagüe, quien les había dado muerte para “evitar que Badajoz volviera a ser roja”. Por entonces, la ciudad tenía 40.000 habitantes. Saquen el porcentaje.

El caso del cura Revilla no es nuevo. Varias monjas de un convento de Durango murieron durante el bombardeo de la villa, inmediatamente posterior al de Guernica, y las supervivientes fueron obligadas a declarar bajo amenaza de que, al igual que la capital histórica de Euskadi, Durango había sido destruida por los “rojos”. Bajo la acusación de separatismo fueron fusilados varios sacerdotes vascos, y Marino Ayerra, párroco de Alsasua (Navarra), se exilió a Argentina, donde publicó “No me avergoncé del evangelio”, obra que describe el comportamiento de los defensores de Dios y del rey don Carlos en la región foral. Esta obra ha sido la base del guión del filme “La buena nueva”, de Helena Taberna. Caso paradójico es que, mientras los anticlericales ateos del lado contrario, quienes sin duda cometieron excesos increíbles, protegieron al cardenal Vidal i Barraquer, salvándole de una patrulla de justicieros, permitieron la convivencia de los Salesianos de Atocha con el regimiento comunista de la Joven Guardia o facilitaron que, bajo protección de la Guardia de Asalto, fueran dadas misas en locales particulares de Barcelona (tras un acuerdo entre una comisión de católicos catalanes y el jefe de gobierno Negrín, quien proponía la reapertura de las iglesias), los defensores de la fe y la civilización cristiana frente al peligro bolchevique no dudaron en quitarse de en medio a las sotanas que les estorbaban. Con bendición de por medio del primado de España, el cardenal Gomá. Y del Papa fascista, Pío XII.

Sospecho, como comentaba un lector del diario, que nadie pedirá la elevación como mártir del padre Revilla. Casa mal el catolicismo y la República, aun cuando los republicanos, conscientes de que, con victoria o con derrota, las cosas no podían ser iguales en la España posterior a la guerra y estaban haciendo, ya entonces, reflexión y pasando su particular penitencia. Esperamos tan cristiano y piadoso ejercicio por parte de la jerarquía eclesiástica. De momento, su entrada en el siglo XXI muestra lo contrario: han beatificado a Karol Wojtyla, el papa que fue a dar la comunión a los dictadores latinoamericanos. Sería obvia la respuesta que católicos como Maritain o Bernanos, primero prorrebeldes, después prorrepublicanos, especialmente el primero, le darían a este Vaticano 3.0: el primero defendió la honorabilidad de la República y sus actuaciones frente a la sublevación en un artículo contra la ejecución de Julián Grimau; el segundo, con un coraje absoluto contra su propio mundo interior, acostumbrado por su parte familiar a equiparar el terror con el jacobinismo francés, testimonió en “Los grandes cementerios bajo la luna” la represión nacionalista en Mallorca, a la que definió como una experiencia que se atrevería a calificar de “religiosa” para los ejecutores. Cambien Grimau por Allende y Mallorca por la Operación Cóndor. Bernanos, Maritain, Mounier, Vidal i Barraquer, Revilla, Irujo. Católicos traicionados, una Iglesia traicionada, una España traicionada. Y una fe, quizá una misma fe la de ese sacerdote y esos obreros ferroviarios, sepultada bajo tierra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario