lunes, 18 de julio de 2011

SEMBLANZA DE MI ABUELO

A nadie le hace gracia morirse, porque, como he leído en algunas esquelas de cachondeo que camuflan los mensajes de las cajetillas de tabaco, morir puede matar. Al que menos gracia le hizo morirse en un día como el dieciocho de julio fue a mi abuelo Juan Pedro Fernández Cobo, que lo hizo en ese día de 1.972. Treinta y seis años antes, en su localidad natal de Mancha Real, Jaén, sus ideas socialistas y su trabajo de obrero le llevaron a inscribirse como voluntario entre las fuerzas republicanas leales al gobierno del Frente Popular para contener la sublevación militar que, desarrollándose en África, comenzaba a extenderse por la península y amenazaba a su región andaluza. Jaén permaneció en manos gubernamentales, pero en la vecina Granada, donde los rebeldes asesinaron al alcalde, al general Campins, a García Lorca y al rector de la Universidad, entre otros muchos, no hacía sino aumentar la inquietud. Mancha Real, un pueblo agrícola como otros muchos, tenía una iglesia renacentista que se libró por los pelos de perecer quemada. Algunas versiones indican que entre los que fueron a quemarla figuraba un tío de mi padre y hermano de mi abuelo; otras, por el contrario, indican que fue aquel, vestido de sacristán, el que impidió tal incendio. Lo que no se impidió fue que en las tapias del cementerio perecieran el alcalde, del centroderechista Partido Radical, y el sacerdote del pueblo, Francisco Solís, en cuya calle vive la hermana de mi madre, junto con un centenar de personas sacadas de la cárcel provincial tras un bombardeo absurdo de la aviación franquista sobre la capital de la provincia. Nadie probablemente hubiera podido impedirlo: el Tribunal Popular, instituido para que se juzgaran conforme a la ley y no conforme a la arbitrariedad de la venganza, disfrazada de “justicia revolucionaria”, se había desplazado a Pozoblanco (Córdoba) tras la toma de la ciudad cordobesa por las tropas republicanas. Un asalto y unas muertes inútiles. Del sacerdote Solís, las versiones nombran que fue un buen hombre, alejado de esas posturas exaltadas que llevaron a Gomá, Plá y Deniel y la plana mayor del obispado español (salvo el clero vasco y el obispo catalán Vidal i Barraquer) a suscribir la Carta Colectiva que bautizaba la guerra civil como “Cruzada”. ¡Valiente Cruzada la suya que se servía de los regulares marroquíes, los protestantes alemanes y los sátiros italianos como el conde Rossi!

Pero no quiero hacer política ni polemizar, otra vez, monotemáticamente, acerca de la rebelión militar contra la República. Si he explicado todo esto es porque aquel abuelo mío, el “abuelito” Juan Pedro, como le hemos llamado siempre, y las historias y anécdotas que han relatado mis padres sobre él, contribuyó a mi acercamiento sentimental, más tarde racional, a la causa y a mi ideario republicano actual. Quizá fue en contraste también por el comportamiento de mi otro abuelo, Antonio Rosa Cobo, el padre de mi madre, un pequeño señorito que quizá por poseer tierras consideró que debía alinearse con los rebeldes. Más allá de esto, el comportamiento que uno y otro tuvieron con mi padre y mi madre y su carácter contribuyó en gran medida a que simpatizara más con los unos y desechara el ideario de los otros. Claro es que luego uno descubre otras motivaciones y que entre quienes lucharon en un lado y en otro encuentra uno sanguijuelas y personas honradas sin distinción de banderías, pero ya a esa tierna edad se había formado una idea que el tiempo corroboraría.

Es cierto que, en la época de posguerra, uno no podía esperar que no pegaran azotainas. Mi abuelo paterno, cojo y con una prótesis como estaba al tener que segarle la pierna en Villarrobledo (Albacete) después de que la metralla se la hiciera añicos en la batalla de Teruel, lo que peor llevaba era que le hicieran subir las escaleras al tener que darle una reprimenda a alguno de sus seis hijos (cuatro varones y dos mujeres). Lo cierto fue que, pese a eso, sus esfuerzos por sacar a su familia adelante, según cuentan éstos, fueron ímprobos. Con mucha mano izquierda, sudando la gota gorda y con el agua al cuello por liquidar las deudas de la taberna que regentó en la calle principal del pueblo y tratando de llevarse bien con las gentes de derechas e izquierdas del municipio, logró que sus hijos, desplazándolos a Madrid a estudiar y trabajar en escuelas internas (como la Escuela de Automovilismo del Ejército, donde entró, un poco por enchufe, mi padre) y bajo la tutela de su hermana pequeña, tuvieran una formación que era muy difícil que tanto él como su mujer, Catalina, pudieran costearle en el pueblo, en Jaén o Granada, o en la propia capital. Así, empezando algunos de botones en un hotel o en un banco, de secretaria de la marquesa de Villaverde (cuyo esposo había nacido en el pueblo, pero que no se dijera que el señor yerno de Franco era un “paleto”, por favor) o de oficial de segunda en utillaje en Barreiros, poco a poco fueron progresando y viviendo aquella extensa, extensísima incluso, prole en un piso de la carabanchelera Vía Lusitana hasta que se fueron independizando. Mi abuelo y mi abuela, una vez que llegó la hora de cerrar un bar que no pudo transformar en, según su visión de futuro, un pub donde servir copas (algo que en mi pueblo se desarrolló después prolijamente) se desplazaron a Madrid, donde él se puso a trabajar como conserje en la Junta de Energía Nuclear.

Su sentido del humor, algo cáustico y grueso, revelaba una muy cierta bonhomía. En el pueblo, mi padre, que debía morirse de ganas por ir de campamento, no tuvo mejor ocurrencia que apuntarse al que organizaba el Frente de Juventudes de la Falange. Cuando mi abuelo, que pese a que en su bar habían tomado sus buenos vinos los guardias de Franco cuando al generalísimo se le antojaba ir a cazar por las serranías jienenses, vio que su hijo Lucas llevaba bajo el brazo la camisa azul, le conminó con una aspereza que no ocultaba la sensación de sentirse traicionado en su sentimiento de ex cabo de los Carabineros de la República, a devolver el uniforme y a que el falangista que se lo había dado – no recuerdo el nombre, pero lo conocían, cómo no lo iban a conocer – se lo metiera por el bullas. Y no es que mi padre no tuviera diversiones, que las tenía: bañarse en la charca del vecino pueblo de Pegalajar, ir corriendo de un lado a otro con su amigo Cipri, pegarse un costalazo cuando la borrica de éste los tiraba al suelo, ser expulsado por el cura cuando jugaban al fútbol y le pegaba un patadón al Leo Messi del equipo… y entre medias, estudiar el bachillerato y ayudar en el bar.

Eso era otro misterio: una vez, con un parroquiano, mi abuelo discutía la diferencia entre la cerveza de barril y la de botella. El parroquiano insistía en que no era la misma, que la de botella era mejor. Mi abuelo, que por supuesto conocía la calidad idéntica de ambas, le decía que sí, que para él la perra gorda. Y le sirvió una botella. “Ves, Juan Pedro, ésta es una buena cerveza”. “Gilipollas”, le respondió mi abuelo, “¿no ves que es una botella que he rellenado con cerveza de barril?”. Le gustaba gastar esas bromas a los parroquianos chulos que creían saber más de vinos y raciones que el dueño. Y es que en eso Mancha Real es muy singular. Llena de dinero últimamente, para distinguir a un gilipollas sólo tienes que escucharle pedir en una mesa no aquello que le gusta, sino “lo más caro” de la carta.

No escatimaba con el dinero, pero tampoco le gustaban los manirrotos. Cuando mi padre salía de fiesta con los amigos, ya en la época de Madrid, le daba equis pesetas y le decía “Hijo, si hay que gastarlas, se las gasta uno, pero no vayas de tiraduros”. Creo que era una consecuencia de aquella época en la que, con la soga de las deudas al cuello, cada vez que en la caja entraban mil o dos mil pesetas por causa de una verbena de San Juan o de las fiestas patronales del pueblo, lo primero era cancelar una deuda con el banco o con el proveedor. Sabía lo que costaba mantener, con un negocio propio, una familia de ocho miembros, pero tampoco le gustaban las tacañerías ni no poder o querer costear una celebración. El puño cerrado era para él el saludo de sus tiempos de guerra, no el símbolo de apegarse a los dineros como si fueran lo más importante del mundo.

Por eso, se enfadó tanto cuando su consuegro, mi abuelo materno, le dio una porca miseria a mi madre por su casamiento. Mi madre, apenas había cumplido los veintiún años, se largó de su casa en el pueblo y se marchó con la familia de mi padre, a Madrid, harta de soportar carros y carretas por la incomprensión de su padre y la franca hostilidad de su madrastra y su hermana. En sus tiempos de mili, mi padre tenía que mandarle el dinero junto con sus cartas para que pudiera comprar sellos y enviarle sus misivas al cuartel de Segovia donde estaba haciendo su servicio militar. Ser la reina de las fiestas del pueblo era una deshonra similar a ejercer de prostituta para la mente arcaica y estúpida de la familia de mi madre, y cansada de tener el estigma de ser la novia del “hijo de un rojo” – en palabras de la envidiosa de su hermana, esto dicho por ella –, de aguantar palizas y de trabajar en el olivar familiar sin ver un chavo, se lió la manta a la cabeza y la familia de mi padre, conocedora de aquellos trances, la recibió con los brazos abiertos. Trabajó mi madre durante un tiempo, hasta que se casaron, en la misma fábrica de la Barreiros (hoy Peugeot Citroën) de Villaverde.

En el momento de su boda, en 1.969, cuando los astronautas norteamericanos pisaron la luna y se celebraban en España los Treinta Años de Paz con el estado de excepción en el País Vasco, mi madre visitó a regañadientes y bajó el consejo de su suegro Juan Pedro a su padre, para quedar a bien con él. Esta tendencia a limar asperezas se le pegó luego a su hijo Lucas, mi padre, aunque andando el tiempo no sirvió de nada, porque uno sólo no puede establecer puentes si el otro se empeña en dinamitarlos. Mi abuelo Antonio, el padre de mi madre, le prometió darle para su boda cincuenta mil pesetas, que le entregó supuestamente en un sobre. Cruzando la distancia entre Mancha Real y Madrid, en el Simca 1000 rojo que todos los miembros de mi familia paterna habían cogido en algún momento, mi abuelo, a la altura de Ocaña, le preguntó suspicaz a mi madre cuánto le había dado su padre. “Treinta mil pesetas”, respondió ella. “Pues mira, porque no me lo has dicho antes, pero si llegamos a estar en Despeñaperros, doy la vuelta y esa miseria se la devuelves a tu padre y pongo yo el dinero que haga falta”. No le sentó nada bien, y era cierto que, para una vez que se casa una hija, por los poderes económicos que éste tenía, y porque en realidad, para prometer una cosa y dar otra – una cantidad que, en realidad, y lo sabían los tres, no hacía falta ninguna y podían poner perfectamente en Madrid –, mi abuelo Antonio se podía meter los seis mil duros donde el falangista podía coger y guardarse el uniforme que de crío le había dado a mi padre para el campamento del Frente de Juventudes.

Fue la última vez que mi madre vio a su padre en vida. Está enterrado en el cementerio de mi pueblo, y su hermana Manuela, con la que se habló durante un tiempo y gracias a la labor intercesora de mi padre, siempre le echó en cara que no fuera a visitar su tumba. ¿Para qué?, alegó siempre mi madre. Lo hizo cuándo tuvo lugar el entierro, pero por lo demás, ¿para qué ir a recordar a un hombre que le amargó la existencia, casándose con una mujer que contribuyó a que ella se marchara de su localidad natal por la puerta trasera y amargando el recuerdo de su madre difunta, a quien tanto quiso? A mi abuelo Juan Pedro, enterrado en el cementerio de La Almudena de Madrid, junto a su madre Juana y su mujer Catalina, lo vamos a ver, entre otras fechas señaladas, cada dieciocho de julio. Es una forma de recordar su labor de combatiente. Combatiente también y sobre todo de la vida. Sé que no fue un hombre perfecto, y que en más de una cosa, pese a que no le conocí (murió diez años antes de que yo naciera, y cuando mi hermano mayor, nacido en el setenta y uno, tenía apenas un año), estaría con él en desacuerdo, pero supo transmitir cariño, apoyo y guasa con un pelín de esa “malafollá” de los lagartos de Jaén a su familia y a mi padre, que le guarda gran devoción. Aquella vez que hizo salir por patas a un limpiabotas al doblar su pierna ortopédica al revés, en una coña con un punto algo macabro, o su forma de presumir de “nuera guapa” ante sus amistades, en alusión a mi madre, a la que, lejos de dejar en la cuneta, apoyó al llegar a Madrid y cuando su madre tuvo que estar ingresada en la capital y en el bar que temporalmente tuvieron en Vallecas preparaban la comida que ella y mi tía, mi madrina Ana María, su hermana, le llevaban a la clínica donde estaba, son detalles que explican, sentimentalmente, por qué el dieciocho de julio, pese a la tristeza que produce por los sucesos tan espantosos que tuvieron lugar entonces y por la muerte de un personaje tan incorregible como bonachón, es una fecha de entrañable recuerdo para todos los que, sea en vida o en memoria, recordamos a Juan Pedro Fernández Cobo. D.E.P.

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