A nadie le hace gracia morirse, porque, como he leído en algunas esquelas de cachondeo que camuflan los mensajes de las cajetillas de tabaco, morir puede matar. Al que menos gracia le hizo morirse en un día como el dieciocho de julio fue a mi abuelo Juan Pedro Fernández Cobo, que lo hizo en ese día de 1.972. Treinta y seis años antes, en su localidad natal de Mancha Real, Jaén, sus ideas socialistas y su trabajo de obrero le llevaron a inscribirse como voluntario entre las fuerzas republicanas leales al gobierno del Frente Popular para contener la sublevación militar que, desarrollándose en África, comenzaba a extenderse por la península y amenazaba a su región andaluza. Jaén permaneció en manos gubernamentales, pero en la vecina Granada, donde los rebeldes asesinaron al alcalde, al general Campins, a García Lorca y al rector de
Pero no quiero hacer política ni polemizar, otra vez, monotemáticamente, acerca de la rebelión militar contra
Es cierto que, en la época de posguerra, uno no podía esperar que no pegaran azotainas. Mi abuelo paterno, cojo y con una prótesis como estaba al tener que segarle la pierna en Villarrobledo (Albacete) después de que la metralla se la hiciera añicos en la batalla de Teruel, lo que peor llevaba era que le hicieran subir las escaleras al tener que darle una reprimenda a alguno de sus seis hijos (cuatro varones y dos mujeres). Lo cierto fue que, pese a eso, sus esfuerzos por sacar a su familia adelante, según cuentan éstos, fueron ímprobos. Con mucha mano izquierda, sudando la gota gorda y con el agua al cuello por liquidar las deudas de la taberna que regentó en la calle principal del pueblo y tratando de llevarse bien con las gentes de derechas e izquierdas del municipio, logró que sus hijos, desplazándolos a Madrid a estudiar y trabajar en escuelas internas (como
Su sentido del humor, algo cáustico y grueso, revelaba una muy cierta bonhomía. En el pueblo, mi padre, que debía morirse de ganas por ir de campamento, no tuvo mejor ocurrencia que apuntarse al que organizaba el Frente de Juventudes de
Eso era otro misterio: una vez, con un parroquiano, mi abuelo discutía la diferencia entre la cerveza de barril y la de botella. El parroquiano insistía en que no era la misma, que la de botella era mejor. Mi abuelo, que por supuesto conocía la calidad idéntica de ambas, le decía que sí, que para él la perra gorda. Y le sirvió una botella. “Ves, Juan Pedro, ésta es una buena cerveza”. “Gilipollas”, le respondió mi abuelo, “¿no ves que es una botella que he rellenado con cerveza de barril?”. Le gustaba gastar esas bromas a los parroquianos chulos que creían saber más de vinos y raciones que el dueño. Y es que en eso Mancha Real es muy singular. Llena de dinero últimamente, para distinguir a un gilipollas sólo tienes que escucharle pedir en una mesa no aquello que le gusta, sino “lo más caro” de la carta.
No escatimaba con el dinero, pero tampoco le gustaban los manirrotos. Cuando mi padre salía de fiesta con los amigos, ya en la época de Madrid, le daba equis pesetas y le decía “Hijo, si hay que gastarlas, se las gasta uno, pero no vayas de tiraduros”. Creo que era una consecuencia de aquella época en la que, con la soga de las deudas al cuello, cada vez que en la caja entraban mil o dos mil pesetas por causa de una verbena de San Juan o de las fiestas patronales del pueblo, lo primero era cancelar una deuda con el banco o con el proveedor. Sabía lo que costaba mantener, con un negocio propio, una familia de ocho miembros, pero tampoco le gustaban las tacañerías ni no poder o querer costear una celebración. El puño cerrado era para él el saludo de sus tiempos de guerra, no el símbolo de apegarse a los dineros como si fueran lo más importante del mundo.
Por eso, se enfadó tanto cuando su consuegro, mi abuelo materno, le dio una porca miseria a mi madre por su casamiento. Mi madre, apenas había cumplido los veintiún años, se largó de su casa en el pueblo y se marchó con la familia de mi padre, a Madrid, harta de soportar carros y carretas por la incomprensión de su padre y la franca hostilidad de su madrastra y su hermana. En sus tiempos de mili, mi padre tenía que mandarle el dinero junto con sus cartas para que pudiera comprar sellos y enviarle sus misivas al cuartel de Segovia donde estaba haciendo su servicio militar. Ser la reina de las fiestas del pueblo era una deshonra similar a ejercer de prostituta para la mente arcaica y estúpida de la familia de mi madre, y cansada de tener el estigma de ser la novia del “hijo de un rojo” – en palabras de la envidiosa de su hermana, esto dicho por ella –, de aguantar palizas y de trabajar en el olivar familiar sin ver un chavo, se lió la manta a la cabeza y la familia de mi padre, conocedora de aquellos trances, la recibió con los brazos abiertos. Trabajó mi madre durante un tiempo, hasta que se casaron, en la misma fábrica de
En el momento de su boda, en 1.969, cuando los astronautas norteamericanos pisaron la luna y se celebraban en España los Treinta Años de Paz con el estado de excepción en el País Vasco, mi madre visitó a regañadientes y bajó el consejo de su suegro Juan Pedro a su padre, para quedar a bien con él. Esta tendencia a limar asperezas se le pegó luego a su hijo Lucas, mi padre, aunque andando el tiempo no sirvió de nada, porque uno sólo no puede establecer puentes si el otro se empeña en dinamitarlos. Mi abuelo Antonio, el padre de mi madre, le prometió darle para su boda cincuenta mil pesetas, que le entregó supuestamente en un sobre. Cruzando la distancia entre Mancha Real y Madrid, en el Simca 1000 rojo que todos los miembros de mi familia paterna habían cogido en algún momento, mi abuelo, a la altura de Ocaña, le preguntó suspicaz a mi madre cuánto le había dado su padre. “Treinta mil pesetas”, respondió ella. “Pues mira, porque no me lo has dicho antes, pero si llegamos a estar en Despeñaperros, doy la vuelta y esa miseria se la devuelves a tu padre y pongo yo el dinero que haga falta”. No le sentó nada bien, y era cierto que, para una vez que se casa una hija, por los poderes económicos que éste tenía, y porque en realidad, para prometer una cosa y dar otra – una cantidad que, en realidad, y lo sabían los tres, no hacía falta ninguna y podían poner perfectamente en Madrid –, mi abuelo Antonio se podía meter los seis mil duros donde el falangista podía coger y guardarse el uniforme que de crío le había dado a mi padre para el campamento del Frente de Juventudes.
Fue la última vez que mi madre vio a su padre en vida. Está enterrado en el cementerio de mi pueblo, y su hermana Manuela, con la que se habló durante un tiempo y gracias a la labor intercesora de mi padre, siempre le echó en cara que no fuera a visitar su tumba. ¿Para qué?, alegó siempre mi madre. Lo hizo cuándo tuvo lugar el entierro, pero por lo demás, ¿para qué ir a recordar a un hombre que le amargó la existencia, casándose con una mujer que contribuyó a que ella se marchara de su localidad natal por la puerta trasera y amargando el recuerdo de su madre difunta, a quien tanto quiso? A mi abuelo Juan Pedro, enterrado en el cementerio de
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